Bien mirado, cuando se observa la calamitosa situación en la que se encuentra, en todos los órdenes, nuestra abatida nación, no sorprende en absoluto comprobar el penoso estado en que se halla su sistema educativo.
Claro que, si nos detenemos un momento a pensar, no hay de qué preocuparse; de poco podría servir un plan de educación digno de su nombre en un país como el nuestro, gobernado por políticos corrompidos e indiferentes al bien público, habitado mayoritariamente por individuos también corrompidos o habituados a la corrupción.
La corrupción ha calado tan hondo, que si acaso los jóvenes tienen la suerte de recibir una educación moral en sus propias familias o en el colegio, en cuanto se asoman al exterior y comienzan a respirar el aire viciado de la sociedad española, lo más probable es que en poco tiempo olviden o desechen, por inservible, todo lo que aprendieron en el seno de aquellas respetables instituciones.
Sin embargo, en la mayor parte de los casos, nos encontramos ante el hecho evidente de que antes de tratar de educar a los hijos, habría que educar a los padres. ¿Mas como llevar a cabo esta tarea sobre las sucesivas generaciones de españoles que han vivido y han sido educadas bajo el despotismo político más tosco o en la necia frivolidad que produce la satisfacción de creerse, sin serlo, políticamente libres? ¿De qué vale la educación cuando toda la sociedad se halla infiltrada por los malos hábitos y viciosas costumbres de sus gobernantes?
La buena educación pública es aquella que junto a una adecuada instrucción científico-ténica, tanto en el ámbito de las letras humanas como en el de las ciencias naturales, prepara a los estudiantes, no solo para ganarse honradamente la vida, sino también perseguir ideales y ejemplos de servicio a la comunidad. El mérito, el esfuerzo, el afán de superación y la voluntad de ser útiles a la sociedad deberían determinar finalmente quienes ocupan los lugares más relevantes en la vida civil y los puestos principales de representación y de gobierno.
Mas en una sociedad donde se premia la inmoralidad y la ignorancia, donde los cargos más importantes del Estado son ocupados por personas sin mérito alguno, que deberían estar relegadas a los últimos lugares del escalafón social, la buena formación y la educación ética constituyen una especie de escarnio o de penitencia permanente.
El espectáculo que está ofreciendo en el presente la clase política, compuesta en su mayor parte de individuos carentes de la formación adecuada, al abogar por la concesión de becas universitarias a los estudiantes simplemente por el hecho de aprobar la selectividad –reivindicando, ¡qué disparate!, la dignidad del 5– resulta revelador de la idea que la clase política tiene de la educación.
De todas formas, es bien cierto, ¿qué más da la nota que hayan obtenido o el grado de preparación que alcancen los jóvenes estudiantes, cuando no tienen necesidad de conocimientos ni de virtudes especiales para formar parte de una lista electoral u ocupar los más altos cargos? Si el favor o la intriga, junto con una completa ausencia de virtudes morales, es el camino más rápido para ascender ¿para qué sirve una educación esmerada?
Cuando la ignorancia, la mentira, la chabacanería, el egoísmo, la insolidaridad y las conductas más o menos delincuenciales son las que permiten encumbrarse a los individuos más ambiciosos, qué utilidad puede tener, en este mundo de los antivalores, el cultivo de virtudes ciudadanas como el saber y la sensatez, la cortesía y la generosidad, el civismo o la voluntad de verdad?
¿Y qué esperanza hay de contar algún día con un sistema educativo decoroso que mediante la formación de verdaderos ciudadanos pueda reanimar la vida moral de la sociedad española?
A juicio de un número creciente de personas de buena voluntad, preocupadas por el destino de nuestro país, la condición imprescindible para que tal cosa sea posible es la sustitución del pervertido y descontrolado régimen monárquico que lo está arruinando por un nuevo régimen político auténticamente democrático y verdaderamente representativo de toda la sociedad española.
José María Aguilar Ortiz
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Fotografía de Isaleal
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