El fracaso sin paliativos del actual régimen político español, impropiamente calificado como una monarquía parlamentaria –se trata más bien de una monarquía sin verdadera representación, pues la base del parlamentarismo, de origen liberal, es el diputado de distrito uninominal, inexistente en España– es un hecho cada vez más evidente.
La progresiva degradación política, social y económica, que tal régimen pseudodemocrático ha ido produciendo desde que entró en vigor la Constitución de 1978, salta a la vista.
Podría concederse, aunque es discutible, que este sistema político de transición, fue apropiado para superar la dictadura e iniciar el camino hacia la democracia. Mas hay dos hechos que hoy, pasados casi 35 años, parecen indudables: que la democracia finalmente no llegó y que este sistema no es apto para alcanzarla.
La incapacidad crónica española para construir un Estado liberal semejante al de otras naciones europeas y, por ende, la de implantar un sistema verdaderamente representativo y democrático, han puesto finalmente a nuestro país a los pies de los caballos del particularismo, la disgregación y el separatismo, haciéndola prácticamente inviable, abocando al tiempo al Estado a la ruina más completa.
La monarquía juancarlista y los partidos políticos, a pesar de sus enormes privilegios y ventajas, en especial el de poseer el monopolio de la acción política, han sido incapaces de gobernar, ni siquiera medianamente, el Estado y la propia nación.
Pronto se estudiará en las universidades de todo el mundo el fenómeno español bajo un epígrafe que podría ser el siguiente: «como destruir un Estado y disolver una nación en 30 años, sin mediar guerra o catástrofe natural alguna».
Y junto a este gran fracaso político –que viene de muy lejos, eso es bien cierto– aparece una causa adyacente, cada vez más visible, aunque insuficientemente analizada: la inmoralidad, dato constante, que explica el torcido y detestable curso de los acontecimientos en el ámbito de la vida pública española.
Se olvida a menudo que la relación entre gobernantes y gobernados consiste en un contrato moral, pues son aquellos –y esto debería ser independiente de la forma de gobierno–, quienes actuando con la justicia y el decoro a que les obliga su rango dentro del Estado, están obligados moralmente a procurar o cuando menos a facilitar el bienestar y la prosperidad –si no la felicidad– de los ciudadanos bajo su gobierno. Felicidad entendida, por lo menos en Occidente, como una vida con libertad política y civil, igualdad ante la ley e igualdad de oportunidades, derecho a la propiedad, libertad económica, y seguridad personal.
La clase gobernante de un país digno está obligada, mediante una acción política eficaz, no solo a procurar dicho objetivo, sino además a tener un comportamiento éticamente ejemplar, puesto que la exhibición de conductas inmorales en la clase dirigente conduce a la desmoralización y corrupción de toda clase de ciudadanos.
La idea de que la moral y la política deberían ir siempre de la mano es muy antigua. Se trata, naturalmente, de una moral práctica, de carácter laico, aplicada a la vida social, proclamada por una autoridad legítima y fijada mediante la ley.
Ya lo dijo Aristóteles: «la moral no puede ser eficaz sin ayuda de las leyes, ya que los discursos no son suficientes para reformar las costumbres.»
A este tema dedicó un libro señero el filósofo ilustrado Paul Heinrich Dietrich (Paul-Henri Thiry en francés), más conocido como Barón D’Holbach, titulado Etocracia, que vió la luz en Ámsterdam en 1776. Esta obra constituye un proyecto muy acabado de unión entre la moral y la política al que remitimos al lector interesado en el tema.
Es fácil destruir una nación y un Estado –decía Holbach–, solo hay que ponerlos en manos de una clase política corrompida y corruptora sin freno o control que la detenga. Sin embargo, es mucho más difícil reconstruirlos o regenerarlos. Hace falta un conjunto amplio de ciudadanos firmes, valerosos y perseverantes, interesados por el bien público y animados por el deseo de disfrutar de una vida política limpia, que lleve a cabo dicha tarea.
La buena o la mala fortuna –opinaba Thiry– de las naciones depende de quienes las gobiernan. Fortuna, azar o destino en política, significa prudencia o imprudencia, experiencia o incapacidad, virtud o vicios de a clase gobernante.
Es un hecho bien conocido que las buenas costumbres y las leyes se forman recíprocamente. Son las leyes las que determinan las costumbres de los pueblos, tanto las leyes ordinarias como las leyes constitucionales del Estado.
Y aquí nos topamos de cara con el primero de los problemas políticos españoles, la evidencia de la inmoralidad de muchas de sus leyes que han sido elaboradas por una clase política nutrida casi exclusivamente de personajes de bajísimo nivel ético e intelectual, al amparo de la inmoralidad consagrada y desarrollada constitucionalmente en ese texto abominable elevado a ley de leyes en 1978.
¿Y cómo es posible que una gran mayoría de los ciudadanos haya aceptado de buen grado o incluso considere como el mejor –o el menos malo de los posibles– el régimen político nacido de la llamada Transición?
Únicamente la proverbial ignorancia de los principios de la moral pública tanto por la clase gobernante como por los propios ciudadanos puede explicarlo.
Un principio básico aconseja que la Constitución del Estado debe establecer las normas y los procedimientos justos que permitan el acceso de los ciudadanos más íntegros y preparados, en igualdad de condiciones, a las tareas de representación y de gobierno.
Por ello, y para empezar, todo régimen democrático que se precie de serlo debe disponer de un procedimiento o sistema electoral que promueva la meritocracia y el liderazgo político, tanto entre los representantes como entre los gobernantes.
La legislación acerca de los partidos políticos –y del modo como se financian–, al ser estos la pieza central de los sistemas representativos y democráticos actuales, es particularmente importante.
Puede afirmarse que el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, junto el incumplimiento de la exigencia constitucional de democracia interna dentro de los partidos políticos y su esperpéntica financiación, conforman el sustrato de un sistema político inmoral, consagrado por la Constitución del 78. Un texto llamado pomposamente Carta Magna que ha demostrado ser, desde el punto de vista constitucional, papel mojado, cuya única virtud parece ser la de proporcionar base legal para cometer todo tipo de despropósitos, como trataremos de mostrar en sucesivos artículos.
José María Aguilar Ortiz
Leer Un giro ético (segundo rodeo)
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Leer Un giro ético (el giro político)
Leer Un giro ético (el giro judicial)
Leer un giro ético (El giro educativo)
Fotografías de E. E. Piphanies, Rafael y Keep Bitcoin Real
la idea de la moral y la representacion de la moral que tu tienes a mi juicio se queda muy distorsionada y muy baja.
yo me quedo mas con plutarco puestos a elegir, en referencia de contextos sobre lo mencionado.
me referia a la obra de los moralia que es buenisima.
http://es.wikipedia.org/wiki/Moralia_%28Obras_morales_y_de_costumbres%29
http://esfuerzoyservicio.blogspot.com.es/2012/01/obras-morales-y-de-costumbres-moralia.html