En artículos anteriores he querido demostrar que la base de un buen sistema político depende en gran medida del grado de moralidad inscrita en las leyes ordinarias y, sobre todo, en las leyes constitutivas del Estado. A la postre, ello determinará en gran medida el carácter beneficioso o pernicioso de las costumbres y de la conducta tanto de los gobernantes como de los gobernados.
Especialmente importante son las normas que regulan el funcionamiento de los poderes propiamente políticos del Estado, es decir, el legislativo y el ejecutivo. Por otro lado, la independencia del poder judicial es imprescindible para actuar como freno de los dos primeros.
En el caso del poder legislativo, constituido por el congreso de representantes de los electores procedentes de todo el territorio nacional, el procedimiento por el que estos son elegidos y destituidos resulta fundamental para garantizar el contrato moral que constituye su relación con los electores.
Para que la representación sea verdadera y democrática, los representantes han de ser elegidos directamente en su circunscripción o distrito electoral, donde se ocupan de los problemas de los ciudadanos, pertenezcan o no a un partido político.
También ha de existir un procedimiento para revocar su mandato, es decir, para destituirlos, si incumplen sus promesas electorales o se comportan indignamente, así como la posibilidad de denunciarlos ante el juez del distrito, sin ningún privilegio judicial, si se observa que su conducta puede ser constitutiva de delito.
El derecho de revocación y castigo de los representantes conlleva una participación más activa en la vida política del distrito que el acto simple de elegirlos, pues permite que la vigilancia del ciudadano sobre ellos produzca efectos políticos evidentes.
A escala municipal, la participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos y la existencia de mecanismos para controlar a alcaldes y concejales, semejantes a los del distrito electoral, animarán la vida democrática de una manera definitiva.
Por su parte, el poder ejecutivo debe estar ampliamente separado del poder legislativo. La elección directa del presidente del gobierno, realizada por todos los ciudadanos en elecciones diferentes de las legislativas, entre candidatos de partidos o independientes, que no formen parte del parlamento, constituye el procedimiento más concluyente. También los demás miembros del gobierno deben estar apartados de todo cargo representativo.
El presidente y todos los miembros del gobierno, estarán sometidos al control de Congreso de los Diputados y, sin privilegio judicial, a la jurisdicción de los tribunales ordinarios de justicia.
Un sistema de gobierno que no reúna estos requisitos mínimos –y este es el caso de España– no puede llamarse con rigor democrático, no puede producir gobiernos éticos, ni fomentar el civismo propio de una sociedad libre que aspira a conquistar su dignidad.
José María Aguilar Ortiz
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Fotografía de Banksy
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