Crónica de mi visita al Senado del Reino
Recibí el mensaje de una amiga hace unas semanas. Me pedía que asistiera a una presentación en el Senado, sito en el centro de la capital del Reino, para apoyarla como organizadora del evento en éste su primer trabajo desde hace tiempo. A pesar de que no era precisamente el mejor día ni la mejor hora le dije que claro que sí. Vamos, no voy a dejar tirada a una amiga por algo tan nimio. Además, después de 13 años viviendo a escasos 300 m del Senado ya va siendo hora de que vea qué oculta ese pegote que algún genio tuvo a bien plantar en lo menos feo de nuestro feo Madrid.
Y aquí estoy, puntual, en la puerta del Senado. Allí al fondo, detrás de los arcos de seguridad y de los guardas con uniforme de la gran empresa –propiedad de algún político del PP o del PSOE– veo a mi amiga. Saco llaves, móvil, monedas y demás objetos metálicos (¿a nuestros insignes representantes les harán pasar por el mismo proceso o ellos no serán sospechosos de portar armas de destrucción masiva?), paso por los arcos de seguridad, noto la mirada de desdén del uniformado hacia mis vaqueros desgastados –nadie te desprecia más quien está a sueldo del amo– y entro en uno de los gloriosos templos de nuestra Democracia. Bien, al menos han dejado pasar a un vil gusano como yo. Miro a mi alrededor. Suelos de mármol, maderas nobles, techos de ocho metros, pasillos el doble de anchos que la mayor parte de los salones de los pisos de quienes pagan esto. Mi amiga ha desaparecido sin darme cuenta mientras me escudriñaban los sicarios de la entrada. Avanzo, llego a una bifurcación, veo una aglomeración de personas y me dirijo hacia allí. Me doy cuenta de que deben ser periodistas. Por unas puertas dobles de cinco metros de altura que se abren aparecen dos individuos trajeados. No me suenan de nada. Flashes, movimiento entre los presuntos periodistas. Sonrisa “Profiden” de los dos muñecos trajeados. Miro un poco preocupado los botones de sus trajes a la altura del abdomen, ya que los de la sonrisa se están hinchando tanto que temo que estallen. Pero el hechizo se rompe cuando escucho una voz que me dice “Oiga, oiga” –¿es a mi?– “¿Dónde va?” Miro hacia atrás y compruebo que sí, que es a mi. “A la presentación XXXX” , contesto. “Pues no es por aquí”, me responde el uniforme. “Es por allá”, y el uniforme señala con firmeza hacia el otro ramal de la bifurcación a la par que me lanza una fulminante mirada que me hace comprender mi torpeza. Abandono el espectáculo sin llegar a ver si finalmente los trajes de los muñecos estallan o no y me dirijo hacia el ramal que me señala mi amigo del uniforme. Veo otra aglomeración de trajes hechos a medida, vestidos evidentemente no comprados en Zara e individuos mal ataviados con cámara al hombro y me dirijo hacia allí. Entro en una sala digna de Versalles llena de sillas ocupadas por trajes de lujo. Todos esperan a que algo pase en un atrio que evidentemente ocuparán altos dignatarios del Estado. Me aburro. Espero. Salen tres muñecos más, distintos de los dos anteriores. Comienzan a hablar de algo que nada tiene que ver con los problemas de la gente con la que trato todos los días. Todo el mundo aplaude. Siento que se me revuelve el estómago y decido irme. Los uniformes ni me miran al salir. Se ve que dentro del templo de nuestra Democracia no debo haber podido conseguir armas de destrucción masiva. Salgo a la plazuela que hay frente al Templo. Respiro hondo. De repente recuerdo todo lo que tengo que hacer y echo a andar. Tengo un día muy largo por delante.
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