Últimamente en una típica tertulia mañanera de café he escuchado una expresión que se repitió casualmente otro día. Era algo así como: “hacen falta guillotinas”. Y si bien es cierto que el tono era irónico en ambos casos, refiriéndose a la triste realidad a la que nos han abocado los responsables de la debacle económica y política actual, habrá que empezar a poner sobre la mesa si un pueblo humillado, vejado, robado, insultado como sujeto político, negado en su derecho a la ciudanía y que exige elegir representantes verídicos en un sistema democrático puede mantener la calma eternamente. Quede por anticipado que siempre me he considerado persona muy respetuosa con todas las opiniones, incluso cuando estas llegaban a exhasperarme con argumentos torticeros, con provocaciones deplorables. He mantenido siempre la calma de manera natural por una educación fundada en la tolerancia. En todos los actos de mi acontecer diario he tratado de llevar a cabo esta máxima: la violencia no es el camino. En los actos de protesta siempre he abogado por el respeto más absoluto por la integridad física y moral de los demás. Lo que no quieras para ti, no se lo hagas a los demás. Y de esta manera, como ser pacífico, me consideran los que me conocen porque jamás he utilizado ni justificado el uso de la violencia, ni siquiera la verbal.
Y sin embargo de un tiempo a esta parte reflexiono sobre la historia contemporánea de nuestras sociedades occidentales y, como historiador, observo que la violencia ha estado presente en los avances más significativos que el ser humano ha protagonizado. Esa apelación contínua a que todo es posible en democracia menos los actos violentos habría que ponerla, como mínimo, en duda. Aunque esté claro que nadie se puede arrogar el derecho a dañar la vida de otro semejante suyo, esos mensajes reiterativos de que debemos ser buenos ciudadanos, respetuosos hacia quienes son nuestros representantes ya comienzan a oler muy mal. Debemos pensar que durante los últimos dos siglos en los que la democracia representativa acabó asentándose en Europa y Norteamérica, los derechos políticos tales como el derecho al voto de la mujer o de las minorías raciales excluídas, el derecho a una educación universal y gratuíta, a una sanidad digna o la jornada laboral de 40 horas se lograron después de mucha sangre derramada, en ocasiones por la represión de las fuerzas coercitivas de las oligarquías de los estados, que eran absolutamente intransigentes con la clase obrera o las minorías, a las que consideraban seres inferiores destinados a trabajar para servirles, aumentando de manera astronómica sus beneficios.
De esta manera las revoluciones liberales, hijas de la Ilustración, rompieron el yugo del absolutismo y trajeron a la humanidad cartas magnas en las que se reconocían los derechos fundamentales que dignificaban al ser humano, la separación de poderes como forma de evitar la tiranía y un primer ensayo de democracia (aunque todavía censitaria y limitada a la burguesía). Se inauguró así el camino hacia el mundo moderno. Y ello se logró con violencia. Una violencia brutal en la que, en este caso, la burguesía utilizó a las clases populares como punta de lanza para lograr el poder, concediendo de manera limitada ciertos avances a los más desfavorecidos. Las guillotinas se pusieron en marcha en Francia y, simbólicamente, en otros lugares del planeta. Más adelante y ya en el siglo XIX la Revolución Industrial, en particular la segunda, que llevó a millones de campesinos a habitar de manera miserable los grandes centros urbanos europeos, trabajando cual nuevos esclavos en condiciones infrahumanas propició la inevitable lucha a muerte entre la clase obrera organizada y la burguesía explotadora que propició, ya a finales del XIX y principios del XX el reconocimiento de más y mejores derechos para todos. Después estas luchas llegaron a producir la escisión de occidente entre países socialistas y capitalistas. Pero el solo hecho de la existencia de un supuesto ( aunque no real) paraíso de los trabajadores produjo en las democracias occidentales el efecto de compensación hacia la clase trabajadora, la necesidad de ofrecer a los más pobres el acceso a los servicios sociales básicos, a las ayudas por desmpleo, a esa educación fundamental y otra serie de derechos básicos.
El comunismo, fruto del desarrollo de las teorías marxistas que habían crecido al calor de unas luchas obreras en las que miles de personas lucharon y perdieron la vida fue lo suficientemente peligroso para el capitalismo que este tuvo que ceder. En el mundo libre la socialdemocracia jugó un papel fundamental durante la segunda mitad del siglo XX. Su influencia en el sindicalismo y en el juego político, con su acceso al poder o su influencia sobre el mismo, mejoró sustancialmente las condiciones de los trabajadores. Pero ello no se logró limpiamente, con el simple concurso de la negociación política. La sangre tuvo que correr y muchos trabajadores murieron en esa lucha. Cierto que regímenes dictatoriales autoritarios y totalitarios concedieron derechos sociales a la población pero ello se hubiera producido sin la presión del otro bando, sin el concurso de décadas de lucha por la libertad sencillamente porque el asunto no hubiera estado encima de la mesa.
La consecución de la igualdad y la democracia, como podemos observar, ha sido un proceso no siempre progresivo, con avances y retrocesos, en el que hay un aspecto que ha estado siempre presente: la violencia. Ni siquiera un pacifista como Gandhi renunció durante toda su vida a ella en su lucha contra el imperialismo británico. Es por ello por lo que debemos escuchar con mucha precacución a todas esas voces que desde los medios de comunicación de masas, engendros de la oligarquía actual, anteponen a cualquier protesta o lucha el límite de la violencia. Ya sea en las luchas por los derechos básicos, por una mayor democratización de las instituciones, por avances como la necesaria reforma de la ley electoral, por una real y efectiva separación de poderes e incluso por un nuevo proceso constituyente habrá siempre violencia porque, no nos engañemos, el ser humano tiene un límite y la presión indigna a que viene siendo sometida la ciudadanía es vergonzosa, indignante, asquerosa. Día a día vemos a los de siempre, los del poder, los del dinero a raudales que entra en España por doquier, mofarse de los más necesitados. No tener tan siquiera un ápice de vergüenza torera admitiendo algún que otro error pruducirá antes o después violencia.
El blindaje al que ya se está sometiendo esta casta de privilegiados, con sanciones económicas aberrantes para aquel que se atreva siquiera a rechistar (véase el proyecto de la llamada Ley de Seguridad Ciudadana, hay que tener bemoles para usar el concepto de ciudadanía que tanto aborrecen) pone de relieve el temor que tienen a un estallido que acabará reventándoles en la cara. Porque ellos saben que el paro no descenderá significativamente y que, tarde o temprano, las olas de indignación serán imparables. ¿Harán falta guillotinas?. Desde luego la historia certifica que hubieran sido necesarias unas cuantas en España. Los políticos tienen la posibilidad de evitarlas y que caigan sobre ellos aunque sea solamente de manera simbólica. Ellos pueden evitar que grandes masas de población depauperada y regresadas al lumpen de las clases bajas estallen de indignación y se los lleven por delante. ¿Lo impedirán mediante algún tipo de reforma?.¿Serán capaces de ver la jugada con anticipación?. Lo dudo.
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Hace algún tiempo puse un mensaje aquí diciendo que por las buenas no se arregla nada, y me lo quitaron.
Sigo diciendo lo mismo: por las buenas no se arregla nada, y como no le paremos los pies, vamos a ver lo “bien” que se vive en un país africano como España.
Gracias por todo.
Cada día resulta más que evidente de que por las buenas se irán de rositas porque para lograr algo el tiempo puede ser una generación entera, o sea, al menos medio siglo. ¿Estamos dispuesto a ello?.¿Podemos esperar eternamente a que nos lo den todo hecho?. Reflexionemos.
…que por las buenas…