A estas horas, el desenlace del plebiscito del 2 de octubre de 2016 en Colombia ya es conocido por todos. A la pregunta “¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”, la mayoría de los colombianos contestaran que “no”. La opción del “no” ganó por cerca de 67 mil votos, una diferencia contabilizada entre los más de 13 entre 35 millones de votantes habilitados para el referendo.
Se rechazó, por lo tanto, la propuesta de paz dirigida por el actual presidente Juan Manuel Santos. Lo que mucha gente talvez no conozca son algunas de las dinámicas entre los principales actores involucrados en el plebiscito de triste desenlace: el grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), el ex-presidente Álvaro Uribe y los terratenientes.
El resultado del plebiscito, no provocó cuestionamientos sobre la construcción política junto a la sociedad, pero retornó a sus promotores como una crítica a la apertura democrática engendrada por ese instrumento de participación y consulta popular.
Así que se empezó a especular si el formato sería antes una forma de subvertir, y no servir, a la democracia, por su carácter basado en una volatilidad que sirve no solamente a los méritos de esa decisión, pero a una aprensión inconsistente de la realidad, o, como fue, en parte, el caso en Colombia, condicionada por la intemperie (llovió el día de la votación).
Se trata de una concepción elitista de la democracia, ajena de la sociedad y sus necesidades que, al final, llevó a una batalla de desinformación y rumores. De hecho, en la ausencia de una construcción política sólida junto a la sociedad, el complejo merito de la votación fue reducido a una decisión poco convencida por el “sí” o por el “no”.
El momento que antecedió las urnas no incluyó la movilización social al redor del tema, tampoco el gobierno asumió la responsabilidad por campañas de información sobre los principales puntos del acuerdo o sobre las etapas que seguían en el proceso.
La prensa, por su parte, ha reproducido información ambigua sobre el tema, lo que pareció un esfuerzo deliberado para confundir.
Así, el proceso reprodujo un círculo vicioso de desconfianza que afecta a la democracia colombiana y permea la relación entre sus actores. Eso no es sin razón. Esa dinámica responde a una dolorosa historia de persecución política, asesinatos y corrupción, una memoria que volvió con el plebiscito.
Los datos de la votación demuestran que las regiones más afectadas por el conflicto votaran por el “sí”. Tal es el caso en las ciudades de Cauca, Guaviare, Nariño, Caquetá, Antioquia, Vaupés, Putumayo y Chocó, entre otras regiones cuya historia pasa por masacres sistemáticas de una población que parece siempre dispuesta a recomenzar, poniendo fin a una guerra de más de 50 años.
El “no” ganó en las áreas en que Uribe y su partido poseen más apoyo, conformando un mapa en que el centro y las grandes ciudades votaran en contra el acuerdo y las franjas del país, sobre todo las zonas rurales, más afectadas por la guerra, aunque hayan sufrido con el aumento de la inseguridad en esas localidades en la última década, votaran por el “sí”.
El abstencionismo jugó un papel importante en el triunfo del “no”. En un país con índices de abstención electoral históricamente altos, bajo las condiciones de votación para ese plebiscito, la increíble marca de 63% es sorpresiva. La divulgación de las encuestas de intención cuyos resultados fueran incapaces de captar las disputas en el ámbito de la sociedad tampoco ayudaron, y una victoria abrumadora del “sí” retratada en las encuestas puede de haber desmovilizado electores.
Así es que nos parece que el “no” (de las urnas y de las abstenciones) se tornó un llamado de la población para profundizar la discusión. Lejos de representar el rechazo al Acuerdo de Paz, constituía una demanda expresada por una mayor participación en un proceso que toca la vida de colombianos, revolviendo lutos que merecen ser respetados.
Juan Manuel Santos parecía convencido de la victoria del “sí”, sobre todo después de una larga negociación con las FARC en un acuerdo firmado en La Habana, Cuba, y cinco años de diálogos refrendados por la comunidad internacional. Sin embargo, el neoconservadurismo uribista fue eficaz valiéndose de los afectos y miedos cotidianos, jugando con una especie de “subjetividad colectiva de guerra”.
Fue ilustrativo a este respecto la evocación de la “ideología de genero” que sirvió para reunir la oposición a la gestión de Santos (no propiamente al Acuerdo de Paz) indicando, una vez más, afinidad entre el neoconservadurismo y el neoliberalismo que resiste en nuestras sociedades.
La campaña (des)informativa liderada por Uribe contó con imágenes lúdicas en las cuales el Timoncheko, de las Farc, figuraba como el candidato a la presidencia en 2018. Otras mentiras que sostienen el voto del “no” exploraron la substitución del sistema político por el comunismo, la expropiación de tierras y el sentimiento de que el proceso de paz terminaría por fortalecer la guerrilla. La argumentación llegó hasta el punto de que la guerrilla sería formada por las élites del país.
Aparece, entonces, la cuestión del lugar de la oposición y, particularmente, de la oposición de izquierda en el país. Mas allá del conocido caso de exterminio del partido Unión Patriótica, entre 1980-1990, hay otro acontecimiento reciente, en que Uribe es investigado por utilizar el órgano de inteligencia del país como centro de espionaje. Se presenta, entonces, el enorme reto de institucionalización de la oposición en Colombia, lo cual no será posible sin la participación de las FARC y otros grupos armados ilegales, como el ELN.
De hecho, los empresarios y dueños de tierra colombianos, especialmente los ligados al sector retrógrado representado por Uribe, parecen tener mucho que perder con la paz, puesto que ésta abriría una nueva puerta para enfrentarse con los conflictos agrarios, que no fuera por medio de la contrainsurgencia. Es importante recordar que la reforma agraria es uno de los puntos centrales, y más polémicos del acuerdo.
Además, en la economía política de la guerra, la “paz” tendría un alto precio para algunos sectores, sobre todo los involucrados en el mercado de seguridad – no solamente la industria de guerra, pero la seguridad privada – alimentada por el miedo.
En 3 de octubre, un día después del resultado, las FARC lanzaron un comunicado, soslayando la necesidad de una “vía difícil” para la implementación de los acuerdos de Habana, puesto que la “vía fácil” del plebiscito, como soñara el presidente Santos, sufrió un revés electoral y político. La organización reiteró, todavía, su compromiso con la paz. Sin embargo, el 4 de octubre, el cese al fuego entre partes fue suspendido y el comando de las FARC ordenó el desplazamiento de sus miembros para “posiciones seguras”. Santos, a la vez, anunció una nueva reunión con puertas cerradas, que debe incluir Uribe.
Los movimientos sociales organizaron manifestaciones por todo el país, mostrando que otro camino para la paz es posible y que un mayor dialogo con la sociedad es necesario. Para que la paz sea duradera y para todos será importante curar el odio y cicatrizar las heridas. Para que la oposición se de por la vía institucional, y la lucha política no vuelva a alcanzar las armas, será necesario garantizar el derecho de manifestación de la oposición. Y la venganza debe estar fuera de ese plano.
Fotografía de Pedro Szekely