El hombre, desde que había abandonado su existencia en estrecho contacto con la naturaleza, se convirtió en una entidad cuya finalidad era vivir integrado en una sociedad. A este efecto, Thomas Hobbes en el Leviatán afirmó que la convivencia entre las personas necesitaba unas normas que regulasen su libertad y condenasen sus actos ilícitos. Nacía en este mismo momento el concepto de justicia que se desarrolló a medida que se consolidaba la época de la civilización y de la ciencia y su complejidad comenzó a manifestarse en la Grecia clásica. Al instaurarse el régimen democrático en Atenas la justicia era administrada por seis mil magistrados elegidos anualmente por sorteo entre ciudadanos atenienses mayores de 30 años que, además, debían demostrar la inexistencia de deudas con el Estado, el pleno disfrute de los derechos civiles y un nivel intelectual suficiente para entender el desarrollo de los procedimientos. Con frecuencia quienes subían al cargo de jueces pertenecían a las clases inferiores y así se les otorgaba la posibilidad de incrementar sus medios de vida. Todo este personal integraba el supremo órgano judicial, la Heliea, que, como un tribunal moderno, funcionaba en Secciones y Cámaras, cada una de ellas compuesta por un número variable de miembros. Las reglas que determinaban el ejercicio de la justicia fueron objeto de críticas muy severas. Aristófanes, en “Las Avispas”, consideraba a los heliastas (así eran llamados los jueces en la antigua Atenas) como a unas fichas en manos del partido democrático que, mediante un salario de tres óbolos diarios, emitían fallos de acuerdo con la voluntad de los que representaban el poder político. La democracia ateniense sufrió golpes muy duros: en el 411 a.C. el experimento de gobierno participativo popular fue finiquitado, por primera vez, por la reacción de la alta sociedad de la ciudad que desembocó en la constitución del “Régimen de los 400” cuya vida fue muy breve y, por segunda vez, en el 404 a.C. a raiz de la grave derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso cuando una tiranía violenta y sanguinaria implantada por Esparta pretendió restringir los derechos civiles a la oligarquía que la apoyaba. La expulsión de los “Treinta Tiranos” por mano de Trasíbulo en el 403 a.C. significó la reanudación de los ideales democráticos que intentaban afianzarse, esta vez, mediante el miedo generalizado a las revueltas aristocráticas. En este contexto histórico y social tuvo lugar, en el 399 a.C., el juicio de Sócrates. Dos son las fuentes principales que atestiguan este suceso: la “Apología de Sócrates” de Platón y la menos conocida “Apología de Sócrates al jurado” de Jenofonte que presentan dos diferentes enfoques sobre el proceso judicial y especialmente sobre el mismo padre de la filosofía occidental. Éste fue uno de los motivos por los que algunos especialistas expresaron dudas sobre su existencia real, relegándolo al papel de personaje literario. Ambas visiones son fruto de un distinto pensamiento que constituye el reflejo de la vida de los dos discípulos de Sócrates. Si Platón retrata al maestro en su actividad de filósofo que acorralaba a sus interlocutores a través del “Έλεγχος” – método más conocido como ironía socrática – el Sócrates de Jenofonte encuentra su razón de ser a raiz de las obras del grande historiador ateniense que, en su mentalidad de militar, necesitaba un jefe que fuese a la vez una figura moral intachable. Como Ciro el Grande y Agesilao eran los modelos de virtud a los que debían ispirarse los Persas y los Espartanos, Sócrates era el absoluto punto de referencia para una ciudad como Atenas que acababa de empezar su decadencia política y militar. Si en la Apología platónica Sócrates era “el más sabio entre los hombres”, admitiendo que la ciencia humana no tenía ningún valor en comparación con la divina – y en este ámbito se incuadra su famoso dicho “Sólo sé que no sé” – el personaje delineado por Jenofonte era “el hombre más sensato, liberal y justo” en el que destacaban cualidades como la moderación o la autosuficiencia. Estas diferencias se manifiestan también en la descripción de los acusadores, en el examen de los cargos y en la forma en la que Sócrates afronta la condena a muerte. En los dos textos el sujeto que presenta oficialmente la denuncia es Meleto, un poeta de escaso éxito, que, con toda probabilidad, quería vengarse del tratamiento que el grande pensador reservaba a la poesía, considerada de ninguna utilidad para la educación de los griegos. En su obra Platón pone en resalto las acusaciones de corrupción de los jóvenes por su íntima relación con la actividad filosófica del maestro. Meleto viene sometido a un duro “Έλεγχος” que lo dejará completamente en ridículo cuando, en el intento de justificar el fundamento de las imputaciones, cae en evidentes contradicciones. Jenofonte destaca las acusaciones relativas a la supuesta impiedad de Sócrates. Éste solía invocar al “δαίμων” (genio divino) que asumía la función de comunicar a los hombres las premoniciones de los seres eternos y ejercer el papel de intérprete de la divinidad aconsejando a sus amigos y allegados sobre las acciones que querían emprender. El mismo historiador se remitió al parecer de Sócrates relativamente a la oportunidad de participar en una expedición a Persia para ayudar a Ciro el Joven a arrebatar el trono a su hermano Artajerjes II. La absurdidad de los cargos radica en el hecho de que no se pudiera negar la existencia de los Dioses tradicionales y a la vez estimar de gran importancia lo que sus mensajeros transmitían. En todo caso, Meleto era solo un hombre de paja que encubría a Anito, el verdadero “Deus ex machina”. Éste era un comerciante de cuero que había conseguido medrar en la vida política ateniense por pertenecer a la facción democrática. Platón añade el nombre de un tercer acusador, el orador Licón, del que apenas tenemos noticias. El tribunal decretó la pena capital. En el diálogo platónico Sócrates afronta esta difícil circunstancia con la imperturbabilidad propia del sabio. El excesivo apego a la vida y el miedo a la muerte son sinónimos de ignorancia y de debilidad frente a los acontecimientos humanos, errores en los que el filósofo no puede incurrir. Nadie sabe, en realidad, ni qué es la muerte, ni lo que va a deparar; puede ser interpretada como “sueño eterno” o “contacto con los espíritus sabios”. De consecuencia, las connotaciones negativas que la opinión corriente suele atribuirle son totalmente injustificadas. En el texto apologético de Jenofonte el “δαίμων” no sugiere a Sócrates ninguna defensa ante el jurado porque su propia vida es el mejor testimonio. La condena de los jueces le evitará sufrir las enfermedades que conlleva la vejez las cuales le impedirían continuar su incesante labor al servicio de la humanidad y llegará a ser, en conclusión, un premio para su integridad moral, algo que generará añoranza y fama eterna entre los griegos.
Sócrates fue una víctima de la democracia ateniense. Las acusaciones sobre impiedad y corrupción de los jóvenes ocultaban un móvil político. El partido democrático quería borrar el recuerdo de Alcibíades y Critias, dos figuras contradictorias que habían sido protagonistas de los episodios más turbulentos que caracterizaron la historia de la más ilustre ciudad-estado del mundo antiguo. Sócrates, por breve tiempo, fue su maestro y por esta “culpa” tenía que pagar con su vida. Además, nunca había sido indulgente con las instituciones políticas y no compartía los métodos utilizados para regir Atenas: mediante su peculiar ironía criticaba las elecciones de grupo y la asignación de cargos públicos por sorteo puesto que estos procedimientos solían apartar a quienes estaban más capacitados para dirigir los asuntos de la ciudad y favorecían a los “enchufados” de turno. Sócrates estimaba como valor supremo el respeto de la ley: cuando era miembro de la Boulé de los 500 (el Parlamento de aquella época) se enfrentó a la voluntad de la mayoría que había impuesto en una sola votación la pena de muerte contra los ocho estrategos responsables de no haber rescatado a los náufragos tras haber reportado la victoria contra Esparta en la batalla naval de las Islas Arginusas (405 a.C.) violando lo que establecían las disposiciones que preveían que la Asamblea tenía que pronunciarse a través de ocho distintas deliberaciones. Tampoco había cedido a los Treinta Tiranos que le habían prohibido el arte de la palabra con los jóvenes formulando su oposición a los crímenes que cometían estos títeres al servicio de los intereses espartanos. Era un personaje inovador que las élites sociales y culturales no podían manejar a su antojo. El empleo sistemático del método socrático con hombres de Estado, oradores, poetas y artesanos le había granjeado muchas enemistades. Los jueces al sueldo de las entidades públicas, entonces, lo eliminaron.
El uso político de la justicia es una tradición que ha resistido a revoluciones, cambios sociales y de gobiernos. El poder judicial, definido como “independiente” por la jurisprudencia, lo es sólo teoricamente. En realidad es el resultado de los pactos cuyo objetivo es mantener el equilibrio entre los partidos que dirigen un País. En España la composición del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial sigue estrictamente esta lógica, en Grecia el artículo 90 apartado 5 de la Constitución establece que los presidentes y vicepresidentes de los Tribunales Superiores sean designados por el Consejo de Ministros y nombrados por el Presidente de la República, en Italia los miembros del “Consiglio Superiore della Magistratura” se dividen en facciones que reflejan las posiciones de los grupos presentes en el espectro parlamentario. La intromisión de la política en la justicia hace que ésta no responda a las necesidades de todos, sino a las de algunos oligarcas que pretenden perpetuar sus privilegios. Quienes no se conforman con esta situación vienen aislados, excluidos y marginados para que no se altere el “status quo”. Son los Sócrates de la época moderna, como Panagulis, Andrei Sacharov u Olof Palme que no se arrodillaron frente a la pasividad de una sociedad atemorizada por los engranajes que componen el diabólico mecanismo estatal, representando el más claro ejemplo de que en cualquier régimen y País el hombre que reivindica el derecho a su independencia de juicio y su libertad se encuentra solo en la lucha contra el “monstruo con tres cabezas”.
Erudito Antonio:
Vuelve con un ejercicio de sabiduría clásica, más sobresaliente y mayor que el anterior para descender solemnemente a la realidad de la fuerza del poder absoluto para determinar por encima de los derechos que no hemos defendido eficazmente.
Solo decir que si ni tan siquiera podemos, con toda la ciencia y la tecnología actuales, saber cómo estaban dispuestos los brazos que le faltan a la Venus de Milo, ni los colores del estuco que le cubría ¿cómo podemos atrevernos a afinar tan precisa y preciosamente sobre acontecimientos y personajes de aquella civilización?
En mi opinión no hace falta distanciarse tanto de nuestra realidad recurriendo a la “cultura clásica” para aclarar y debatir sobre lo que nos sucede ahora mismo.
Creo que artículos así demuestran frases como las de Unamuno:
“El ajedrez procura una suerte de inteligencia que sirve únicamente para jugar al ajedrez.”.
Creo que hay que concentrar todas nuestras facultades mentales para investigar, informar, DIALOGAR, consensuar, decidir, HACER, EVALUAR y documentar lo que hacemos. cada día.
No solo para que sepan que sabemos y sepamos que saben que sabemos.
En cualquier caso un placer aprender que la acusación de corrupción de menores de Sócrates (que lo hacía todo el mundo en aquella época según mi primer profesor de Filosofía) no era exactamente o solo pederastia.
discrepo con tigo, hay gente que solo sera en la vida capaz de aprender un metodo, como una cotorra de guturar sonidos.
sin embargo otros abarcaran el conocimiento de un metodo al plano de la infalible adaptabilidad a los cambios, y a la realizacion de panteamientos no hermeticos
David:
¿Con que “tigo” es la discrepancia?
Es una duda en tono menor.
Julio, el distanciamiento es necesario para que, al fin y al cabo, nos demos cuenta de que la evolución humana ha sido nula desde aquella época que todos definen como “antigüedad clásica”. Además, los vicios y las virtudes que marcaban ese período histórico están presentes a día de hoy, pese al avance tecnológico. La observación de la realidad me lleva a concluir que la definición de Hobbes “Homo homini lupus” se adapta más a las actuales circunstancias que la de Aristóteles “πολιτικον ζώον ” (ser social). Un abrazo, Julio y gracias por tus comentarios
Antonio:
Literariamente de acuerdo y es un placer leerte.
El problema es la obra que podemos hacer después de leer y debatir, no la obra literaria en sí.
Pero es una opinión rebatible por supuesto.
Enhorabuena por tan delicioso articulo, Antonio.
Cierto que el distanciamiento y la perspectiva son necesarios para el análisis. Lo malo es cuando ese distanciamiento se produce no sólo de las fuentes donde bebe el texto sino de los destinatarios del mismo. La mirada atrás en busca de porqués para el presente se llena de ruido cuando los contenidos parecen estar en ebullición erudita más pendientes del parecer que del ser. Simplemente una humilde opinión.
Acepto todas las críticas, sr. Prats, porque nos hacen mejorar y observar nuestros propios límites.