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Foto tomada con mi móvil. La pancarta dice en catalán: “Esta plaza ha sido reclamada por el pueblo” |
Queridos lectores,
Tenía intención de que uno de mis próximos posts estuviera dedicado a la charla que estaba prevista para el día de hoy en la Plaça de Catalunya de Barcelona, en medio de la acampada de los denominados ¡Indignados! de esta ciudad. Sin embargo, debido al curso de los acontecimientos acaecidos durante el día de hoy, y el hecho de haber podido vivirlos yo personalmente durante algunas horas me mueven a hacer una pequeña crónica personal. Visto desde otras latitudes y culturas, los eventos de hoy en Barcelona parecerán nimiedades: según el cómputo oficial, sólo 121 heridos leves (37 de ellos policías, para mi sorpresa) y dos detenidos. El hecho de que aún seamos un país occidental estructurado a la occidental seguramente ha hecho que la represión no haya sido cual suele ser en otros lugares menos afortunados, aunque a este cronista le parece que se está iniciando un proceso de degradación que sólo puede empeorar con el tiempo. En fin, vayamos a mi parcial y personal crónica y al análisis que de ella saco.
Esta mañana me encontraba en el tren como cada día cuando tuve las primeras noticias sobre los intentos de desalojo en Barcelona y en Lleida (en esta última ciudad se ve que han tenido menos suerte que en la capital de Cataluña). Al parecer, en algún momento poco antes de las 7 de la mañana un considerable número de agentes – según mis estimaciones tras recorrer toda la plaza, no menos de 200 – de los Mossos de Esquadra (cuerpo catalán de policía) y de la Guardia Urbana de Barcelona, la mayoría de ellos con equipamiento antidisturbios (casco, petos, porras, escudos, algunas escopetas de pelotas de goma y otro tipo de arma de fuego adaptada que yo no conocía, que se asemeja a una escopeta de cañones recortados pero con un soporte delantero para poder cogerla con ambas manos) se han personado en la Plaça de Catalunya y han conminado a los allá acampados a desalojarla pacíficamente para proceder a su limpieza por motivos de salubridad y también para incautarse de cualquier objeto que pudiera suponer un peligro a la integridad de las personas durante la previsiblemente violenta celebración del título de Campeón de Europa de la liga de clubes de fútbol europeos (la Champions League) si el Barça gana en la final que tendrá lugar mañana en la localidad inglesa de Wembley. Es un hecho conocido que los aficionados culés van a celebrar los triunfos de su equipo en la Fuente de Canaletas, en las cercanas Ramblas de Barcelona. Sin embargo, Canaletas y Plaça de Catalunya están separadas por una más que considerable calzada de asfalto de una veintena de metros de longitud, así que tal razonamiento sonaba a torticero y falso (otra cosa, aunque no reconocida, es que desde hace unos pocos años se suele instalar una gran pantalla de televisión en un lateral de la Plaça de Catalunya para que los aficionados puedan seguir la trepidante final balompédica, y la ocupación de esta céntrica plaza presumiblemente podría incomodar a los aficionados).
El caso es que los acampados se han resistido, sobre todo por la falta de información previa y la manera nocturna y alevosa (los agentes no portaban la preceptiva placa con su número de identificación) como se ha producido la intervención. Su resistencia, como viene siendo norma en este colectivo, ha sido pacífica: sentados en el suelo, las manos en el aire, quietos, esperando. Dado que en repetidas ocasiones han obstaculizado el paso de los camiones de la limpieza, y que en el momento en cuestión había sólo unos 200 campistas, los agentes del orden han cargado sin demasiados miramientos para despejar el camino de los vehículos. En el momento de esta intervención, los campistas no tenían claro si el desalojo era temporal o definitivo, y nadie ha tenido demasiado interés en aclarar este extremo.
Hacia las 10:30 de la mañana una compañera del OCO me informa que otra compañera se encuentra en la Plaça, y que había ido allí para saber qué era de su hijo; al intentar acceder al interior de la plaza un aguerrido agente la ha zarandeado y tirado al suelo, destrozándole la ropa. Dudo todavía unos minutos, miro la información por los streams de TV3 y Antena 3 por internet. Mis compañeros me llaman para saber qué voy a hacer. Entiendo que hay momentos en los que no se puede dudar; dejo mis pertenencias en la Universidad – donde había ido para colaborar con un profesor y amigo con el que trabajo desde hace años- y me voy al metro. Mi última duda antes de marchar: ¿me llevo las gafas o las dejo? Decido que más vale ver que no y me voy para Plaça de Catalunya.
Al llegar allí, pasadas las 11:30, hay un gentío considerable; a ojo de mal cubero como soy yo, dudo que baje de las 2.000 personas. Me encuentro con otras dos compañeras y al cabo de un rato localizo a la agredida; está bien, sólo unos botones arrancados y el susto. Los servicios de limpieza están arramblando con todo; se llevan las cañas que sujetan las tomateras del huerto, los palés que lo vallaban, los ordenadores, incluso la caja con el dinero de las aportaciones de la gente. Los indignados, ahora seguramente más de 3.000, asisten pacientemente al expolio desde los bordes de la plaza (bueno, ciertamente algún hijos de puta se deja oír de tanto en tanto). Los policías, desplegados por el interior de la plaza y calles adyacentes, aguantan como puede el griterío y el sol abrasador. La gente clama: Esta es su democracia; sienta, sienta, sienta, Mosso el que no se siente – en catalán rima. Impresiona ver que, a pesar de las repetidas veces que los Mossos amagan cargar la reacción, bien coordinada por los líderes de comisión, es de sentarse pasivamente para dificultar el desalojo y el reparto indiscriminado de mamporros; la consigna, repetida en cientos de hojas que muchos llevan prendidas de la cabeza o el tórax es Resistencia pacífica. Hay continuas llamadas a no caer en la provocación, incluso cuando caen porrazos en uno u otro lado de la plaza. Los voluntarios reparten agua, hielo, crema para protegerse del inclemente sol,… La gente ve cómo destruyen el campamento, los ojos y los dientes revelan la rabia, pero nadie se mueve, todos esperan. El proceso de “limpieza” se alarga, las provocaciones continúan, el calor aprieta. Algunos indignados amagan con retomar la plaza, somos ya miles, veo gente con traje y corbata, señoras mayores… gente de toda la ciudad está viniendo aquí. No puedo ver los ojos de los agentes bajo la visera de sus cascos, pero estoy seguro de que tienen miedo. Los 20 o 30 agentes que controlan el perímetro interno (el resto está fuera, ¿protegiendo qué? ¿las zonas comerciales de la ciudad? ¿el acceso a la Bolsa de Valores?) son superados escalofriantemente en número; puede que los que esperamos en las barandillas y en los accesos seamos ya 5.000. Si se desatase la locura, sabe Dios lo que pasaría…
Vienen más miembros del OCO, vamos dando vueltas a la plaza, nos encontramos con viejos conocidos. Salen algunos camiones y los Mossos no preguntan o piden permiso: el camino se despeja con tres o cuatro disparos de pelotas de goma. En breve, la plaza queda vacía y los guardias de fuera se aseguran de que los camiones no son asaltados por la masa. Pero no está en el ánimo de la gente reclamar lo que les han robado, la resistencia es pasiva; hay rabia, pero no violencia.
Para ayudar a los policías, un helicóptero se acerca en determinados momentos críticos y nos gasea, posiblemente con gas de pimienta, pican los ojos y la nariz. Afortunadamente el sistema no debe estar diseñado para lanzarse a esa altura y desde un helicóptero, y las nubes de gas se disipan en segundos.
Llega el momento más delicado, el del repliegue de los Mossos. En un momento se concentran los del interior justo en la salida en la que estoy yo. Ellos retroceden y una marea de indignados ocupa el centro de la plaza que creían perdida. Se hace más patente que ellos no son nada y nosotros lo somos todo. Como antes, sin pedir permiso, los Mossos se abren camino disparando. Toca correr un poco.
Todos los agentes se van replegando poco a poco a la Ronda de Sant Pere, donde tienen aparcadas las furgonetas. Los indignados, ahora crecidos en número y orgullo, los siguen. No intentan agredirlos, pero sí que les gritan, les recriminan su servil actitud. A ratos los Mossos detienen su repliegue para cargar, con brutalidad, sin tapujos. No se puede intentar razonar con ellos -¿alguien sinceramente lo esperaba?- y yo creo que es mejor dejarlos marchar, están asustados, ellos no son nada y nosotros lo somos todo. Pero algunos indignados, que llevan horas aguantando la tensión, no se saben contener. Desde mi posición cuento dos botellas de agua medio vacías y una manzana comida en sus dos tercios que vuelan hacia los Mossos, sin llegar a rozarles, pero creo que llueven más proyectiles de ese estilo por otras partes. Como si fuera la señal esperada, los Mossos cargan una y otra vez. Otros compañeros me han referido actitudes suicidas de algunos indignados en este momento, parándose delante de los furgones, lo cual provoca que los Mossos se bajen y carguen una y otra vez.
En un momento parece que la cosa ya se acaba, que los Mossos ya se van. Entro con otros compañeros por primera vez en la plaza, y mientras comprobamos los destrozos en el huerto (nada importante, y ya lo estaban arreglando) oímos que los Mossos cargan en profundidad en las calles adyacentes. Quizá quieren reabrirlas al tráfico, no lo sé. El caso es que los coordinadores nos llaman a sentarnos en el centro de la plaza, por si los Mossos entran a saco, y allí fuimos. Por primera vez, me siento allí en medio, entre otros miles, con las manos en alto, sin saber si vendrán a calentarnos. Y en ese momento tuve un extraño flash-back. Me acordé de otra concentración, hace 16 años; una manifestación de la que se dijo -exagerando, sin duda- que fuimos un millón de personas. Recuerdo levantar las manos como esta vez, con un sentimiento de impotencia, aunque entonces caminábamos seguros en vez de esperar a ver si nos iban a estomagar. Y recuerdo lo que coreábamos: Aquí estamos, nosotros no matamos.
Y al cabo eso fue todo; es unos minutos todo acabó, los Mossos se fueron por fin y los indignados se afanaron en reconstruir, en reorganizarse, con una capacidad y velocidad digna de la mayor de mis admiraciones. No pude hablar entonces con la Comisión de Medio Ambiente (luego recibí un e-mail) pero era evidente que la charla se cancelaba: se convocaba a todo el mundo para una asamblea general a las 6 de la tarde, concentración a las 7 y cacerolada a las 9. Aún estuvimos una hora más y después nos fuimos a comer, a hacer balance de la jornada y yo después a buscar mis cosas y volver al tren, de vuelta a casa. Esta noche, al pasar con mi hija al lado de la por estos hechos revitalizada acampada de Figueres he pedido la palabra y les he explicado esto que aquí les cuento ahora.
En fin, como verán, no es gran cosa. No son las manifestaciones disueltas a punta de metralleta de la época crepuscular del general Franco. Sin embargo, la gallardía y el honor de los indignados me hace albergar una tenue esperanza. Quizá sí que podamos hacer alguna cosa, si esto va creciendo…
En cuanto al análisis de los hechos en sí, mi impresión personal es que el Govern de la Generalitat ha querido intentar dar la puntilla al movimiento con esta acción. Si hubieran desalojado a los acampados sin una gran reacción, eso hubiera sido todo. Por otro lado, creo que juegan a enfrentar a los acampados con los seguidores del Barça, pero las imágenes difundidas por televisión de indignados sentados resistiendo la carga policial no ha ayudado a la necesaria demonización del movimiento, y, no lo olvidemos, seguro que la mayoría de los acampados son seguidores del Barça.
Toda la operación en sí ha sido un error de cálculo bestial. En este preciso momento hay 12.000 personas en la Plaça de Catalunya, según la Guardia Urbana. Nuestros políticos, que no han entendido la esencia del movimiento, no han alcanzado a ver la base social del mismo. Sólo había 200 acampados a las 7 de la mañana, es verdad, pero ésos eran sólo nuestros representantes. Se podría decir que nuestro Congreso de los Diputados. Y cuando se les ha atacado se ha visto que hay mucha más gente detrás, y en realidad somos muchos más de lo que quieren creer, porque no todos nos podemos quedar todo el rato. Y a medida que la crisis progrese y la exclusión social aumente, la base de este movimiento crecerá. Pero entre tanto nuestros líderes se creen que esto es flor de un día y que se podrá asimilar dentro de los movimientos estándar.
Queda un largo camino. El movimiento ha de madurar, ha de comprender la profundidad del cambio necesario y ha de buscar las herramientas apropiadas para conseguirlo. Un compañero me decía esta mañana que no podemos esperar que los indignados resuelvan en quince días lo que nuestros políticos no han sido capaz siquiera de abordar en décadas. Es cierto. Yo no soy muy optimista respecto al futuro, pero, como he dicho, si hay alguna esperanza probablemente está aquí.
Antes de acabar, quisiera dedicar una canción a aquellos 200, nuestros representantes, que esta noche se vieron sorprendidos por el asalto policial:
Salu2,
AMT