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Queridos lectores,
Natalia me ha hecho llegar un post que, a través de sencillas anécdotas, ejemplifica muy bien algo que muchas veces no miramos con suficiente aprecio y que podríamos perder. Pero ella lo explica muy bien con sus propias palabras, que sea ella quien se lo cuente…
Salu2,
AMT
IN ILLO TEMPORE
Eldomingo estuvimos mi suegra, mi hija y yo recogiendo espárragos yotras verduras silvestres tales como las cerrajas (Sanchus oleraceusL.) o las collejas (Silene vulgaris). Al volver a casa con la cestallena de tal deliciosos alimentos y las manos también llenas pero dearañazos y alguna que otra espina clavada, me he acordado de miamigo Gregorio.
Gregoriomurió hace dos semanas con ochenta y dos años. Justo un mes despuésque su mujer, como les pasa a esas parejas que viven como una solapersona, murió ante la tristeza de sentirse solo en este mundo. Nodejaron descendencia.
ConGregorio y su mujer nos reuníamos muchas veces en la huerta quetenían a un kilómetro del pueblo. Ellos iban cada mañana y cadatarde allí, paseaban por los alrededores para notar los cambios quese producían en la naturaleza , para hacer los trabajos necesariosen la huerta o simplemente, para sentarse a charlar. En más de unaocasión nos cogió la lluvia regresando camino a casa. En más deuna ocasión tuvimos que resguardarnos en cualquier sitio queofreciera cubierta porque era casi imposible continuar hasta queamainase un poco.
Deellos aprendí muchas cosas, a fuerza de insistir y sobretodo porpesada. Algunos conocimientos me los dijeron sólo después de másde cinco años de amistad. Otros muchos, posiblemente la mayoría, selos llevaron a la tumba.
-Gregorio,¿esta hierba se puede comer?- preguntaba yo.
-¡Bah!Pues si te gusta… ¡cómetela!- solía ser su respuesta.
Despuésde preguntar lo mismo de diferentes maneras a lo largo de un mes, consuerte su respuesta cambiaba a “si no hubiese comida en las tiendasyo no me moriría de hambre, no. Tu sí.”
-Poreso quiero que me lo digas, Gregorio.- Y quizá en esas él y sumujer intercambiaban una mirada cómplice.
-¿Tegustan las habas?
-Sí,a nosotras las verduras nos gustan todas.
Yentonces su mujer, María, solía decir: “Anda, Gregorio, cógeleunas habas y trae también alguna lechuga”. Él se marchaba a cogerlas habas, llenaba una bolsa, metía una lechuga o lo que fuese quehubiera en aquel momento y la primera degustación solía ser a piede huerta, en muchas ocasiones con tierra incluída.
-Voya lavar la verdura en el agua.- Dije en una ocasión.
-Enaquella no, que esa no es buena. Detrás de esos arbustos nace unhilo de agua que se puede beber directamente. Ve allí. (Lo queseparaba las dos corrientes de agua eran apenas una veintena demetros).
-¿Yésta por qué no?- Pregunté yo.
-Esate daría cagaleras. Tú verás.- Fue su respuesta escueta, comosiempre.
Quizáantes de que terminase la temporada, mientras volvíamos a casaandando, como en un arranque de inspiración me diría:
-Esade ahí la puedes comer. Las hojas. El resto de la planta no sirve.
Yome apresuraba a cogerla. -”¿Y dónde la encuentro?”.
-Laencuentras en el campo. Mirando. Que para eso están los ojos.
Enotra ocasión fuimos al monte a coger setas en su compañía, a unlugar que él conocía. Desde la casa de campo abandonada y solitariasubimos con el coche, que había aportado un hombre del grupo, unoscuantos kilómetros cuesta arriba por un camino lleno de curvas sinasfaltar que transcurría en medio de una frondosa arboleda. Despuésde llenar más de la mitad de lal cesta con las setas que Gregorioencontró, ya que el resto del grupo sólo sumábamos tres setasencontradas, nos dijo:
-¡Bah!No hemos encontrado nada. Subid al coche y bajad hasta la casa quehemos visto. Esperadme allí.
Alver nuestra cara a mitad de camino entre la sorpresa y la dudas, nosdijo:
-Hacedlo que os digo. No quiero que nadie me acompañe. Me estorbaríais.
Unodel grupo trabajaba como forestal, estaba acostumbrado a andar por elcampo y se ofreció a ir con él.
-No,no. Me estorbaríais. Sois muy lentos. Sois como niños andando porel monte.
Nosquedamos mirándonos confusos sin saaber qué hacer mientras loveíamos desaparecer pendiente abajo, entre el espeso bosque,saltando matojos y hierbas como si fuera un chaval de veinte años, yeso que rondaba los ochenta. Así que nos montamos en el coche denuestro amigo y lo esperamos en el sitio acordado. Apareció a losquince minutos, con cara de satisfacción y una bolsa de setas.
-¡Vámonos!-nos dijo, mientras le mirábamos estupefactos.
Másadelante conseguí un buen libro que trataba de trabajos artesanos,el trabajo con esparto, mimbre, el secado de frutas, etc… y fui asu casa a regalárselo. Me miró raro, me dió las gracias sin cogerel libro y se marchó. Su mujer, a la vez, me dió las gracias y meexplicó que su marido no sabía leer. “Yo se lo leeré. Sé que legustará.”
Hoy,recordándolos, me vino a la memoria las conversaciones que teníamossobre la alimentación en la postguerra, aunque eso daría para otropost. Quizá algún día Antonio me ceda de nuevo este espacio contanta generosidad como es habitual en él.
José,sin embargo, aún vive. Tiene setenta y cinco años y estáacostumbrado a recorrer todos los días, con sol, lluvia, viento ofrío, los cinco kilómetros que lo separan del pueblo cercano y delas huertas donde cultiva de modo biológico frutales y verduras. Eshabitual que recorra entre quince y veinte km. cargado con pesadascargas que lleva con un saco de tela a la espalda. Recuerdo un díade tantos que se detuvo frente a nuestra casa para regalarnosmelocotones y manzanas. Llovía bastante, aunque él lo soportaba connaturalidad. Habíamos preparado un chocolate caliente, del que sellevó una taza humeante para su casa. José vive con loindispensable y es respetuoso y educado con todo el mundo, a pesarque en el pueblo lo tienen bastante marginado porque todo lo hace amano. No utiliza tractor ni otras herramientas a motor. Va andando atodas partes. Recoger la oliva es lo que más le desgasta ya querealiza todos los viajes desde el campo hasta la almazara cargado consu saco a la espalda. Y hace muchos viajes a lo largo del día desdeque amanece hasta que se pone el sol.
Undía me lo crucé cuando se marchaba a ayudar a unos vecinossuyos.-”Se hacen mayores, y ellos solos ya no pueden”,- me dijo.
Manueltiene noventa y dos años y acostumbra caminar unos cinco kilómetroscada día. Muchas veces hemos paseado juntos. Toda su vida vivió enel campo. Hace cincuenta años que es viudo.
Manuello mira todo y lo calla todo. Cuando habla, vale la pena escucharle.Siempre tiene algo bueno que decir. Con su mirada inteligente nopierde detalle de lo que ocurre a su alrededor. No me habla de lasplantas pero en cada tema que tratamos deja traslucir sussentimientos hacia lo que ve y lo que vive. Respeta la naturaleza,respeta la vida y se respeta a si mismo. Por eso se cuida,- me dice-.Siente ganas de vivir y no quiere darle ese disgusto a su hija, almenos mientras pueda.
-Poraquí pasaba una fuente de agua muy buena para beber. Este año habrotado porque llovió mucho, pero es la primera vez que la veo encuarenta años,- me dijo emocionado mientras miraba el agua comoquien mira un hijo perdido.
Pepees el único pastor que queda en el pueblo. Tiene sesenta y tres añosy pastorea cabras y ovejas juntas, según él, porque a las cabras noles importa amamantar a los chotos de otras si hace falta.
Alo largo de los años me lo he encontrado muchas veces por el campo ysiempre nos paramos a charlar un rato. Con él hablamos muchas vecesde partos, amamantamientos y otros temas del campo y de la vida. Esedía estaba muy enfadado porque alguien había tirado pesticidas enel agua de la acequia para ahorrarse tener que echarle a todo suscampos. Pepe estaba fuera de sí porque había discutido con la gentedel pueblo y no había conseguido hacerles entrar en razón.
-¡Sienvenenan el agua, todo lo que el agua toque también se llenará deveneno! ¡Y no lo comprenden! Simplemente se han burlado de mi, diceapenado.
Sehan burlado de él porque Pepe también es uno de los marginados deeste pueblo que sólo tiene ojos para la capital y donde todos deseanparecerse a la gente de ciudad.No valoran lo que tienen, no valoranlo que saben ni lo que son, no valoran las riquezas de la naturalezaque les rodea.
Sien algún momento el sistema colapsa, no creo que las gentes de lasciudades lleguen muy lejos en su huida al campo. El agua será elpunto de inflexión, el límite que impida que la gente llegue lejos.Acostumbrados a ser trasportados por máquinas, serán muy pocos losque puedan recorrer muchos kilómetros sabiéndo donde es adecuadobeber y cargando con el agua imprescindible hasta la siguienteparada.
Haymuchas personas que aún tienen conocimientos ancestrales que puedentrasmitir al que tenga paciencia para escuchar, pero cada día muerenmuchas de esas enciclopedias andantes sin que nuestra sociedad les deel lugar y el valor que merecen.
Aúnqueda tiempo. Aprovechémoslo.