La mente a través de la selva
Advertencia: ‘Lo que este artículo cuenta es el desarrollo de una sesión de ayahuasca desde el punto de vista de uno de los participantes. Estimado lector, si usted tiene intención y posibilidad de probar la ayahuasca pero todavía no lo ha hecho nunca, le recomiendo se guarde este artículo en su computadora y lo lea sólo después de su experiencia; así, ésta será mucho más sorprendente para usted. Si pretende ir al Perú o al Brasil o a cualquier país de Latinoamérica donde es fácil encontrar este alucinógeno, sea prudente. La ayahuasca es muy potente y los ‘chamanes’ que la administran son capaces de controlar, o por lo menos condicionar, a los que participan en la sesión, hágalo con alguien de confianza, para evitar que mientras tanto le roben la cartera o algo peor’.
De noche, curanderos. Pedro Arévalo y Norma Isacio son dos personas a las que también se les podría llamar ‘chamanes amazónicos’. En los últimos tiempos se habla de ‘medicina natural’, pero para ellos es mucho más. Es su mundo, y es su creencia. La palabra en yine es «Kahonchi» o «Kajunchi»,
Para sanar utilizan la ayahuasca, una raíz que cocinada y bebida se convierte en un potentísimo alucinógeno. Es lunes por la noche, y somos seis personas las que vamos a tomar la ayahuasca. Me decidí a ir después de asistir simplemente como espectador a la sesión anterior, el viernes. “¿Vas a venir el lunes?”. “No sé…”. “Te estoy invitando”. Me pareció de mala educación rechazar una invitación, y además mi curiosidad innata me arrastraba como polilla a la luz. Iba a ser mi segunda vez, pero la primera había sido una ‘sesión para gringos’.
Ahí estábamos trece personas esperando ser sanados. Bueno… en realidad doce, porque yo no sentía ningún daño ni se me pasaba por la cabeza que nadie pudiera estar tratando de hacerme algo malo a través de la brujería.
Faltaban ya cinco minutos para las once, hora en la que se apaga la luz, así que Pedro saca una botella de gaseosa llena de un líquido marrón y un vaso desechable de plástico. Uno a uno, nos da a tomar. Según nuestro tamaño y las veces que hemos tomado, calcula una dosis. Bebo la mía, que deja un regusto amargo en toda la boca. El resto de gente toma. Algunos no se atreven, algunos no quieren.
Pedro y Norma toman los últimos, y los dos hacen el mismo ritual; se santiguan, murmuran una oración breve, y beben.
Esperamos.
Se va la luz. Pasan unos minutos y apagan las linternas. La ayahuasca empieza a hacer efecto enseguida, y no es agradable. Se me revuelve la tripa, empiezo a notar que la cabeza me da vueltas. Norma empieza a cantar: “Bota, bota, las maldades, las envidias, bota todo, las maldades, las envidias”. Su canción me influye al instante, me empiezan a dar arcadas, se me abre la boca, y me inclino frente al balde. Pero sólo escupo. Deja de cantar, y vuelvo a mi estado de malestar. Norma vuelve a entonar sus notas, misma canción, Esta vez está mucho más cerca de salir, pero se queda en mi tripa. Las dos mujeres que hay a mi izquierda vomitan, yo sólo escupo un poco de saliva.
Empiezo a agobiarme, necesito vomitar, me lo ordena la kahonchi, pero no puedo. Siento que no voy a poder echar el mal fuera de mí, y me doy cuenta de que he entrado del todo en su mundo. Me sonrío mentalmente, y pienso que si no arrojo el mal por la boca, ya la arrojaré mañana por otros medios después de una buena purga intestinal. Llegaba advertido, el principio de la alucinación de la ayahuasca nos presenta nuestros miedos, y o los pasamos o no tenemos un viaje pleno a través de nuestras alucinaciones; es decir, a través de nuestro cerebro. Por eso me agrada pensar que ya lo he superado a través de la aceptación de no vomitar.
La batalla
Hay un momento de vacío, de silencio. Norma cambia la canción: “Sirenita, sirenai, poderosa sirenai”. Los músculos de mi cara empiezan a contraerse, la cavidad de mi nariz se ensancha, me salen colmillos, y sale de mí un rugido. Miro arriba, están las estrellas. Miro al frente. Estoy en un bosque, al fondo la ciudad con sus rascacielos y sus luces, que me queman. Miro mis brazos, y veo unas garras peludas. Miro detrás de mí, y me acompaña el resto de la manada de hombres lobo, a quienes guío.
Hay peligro, estoy oliendo la maldad, y mis compañeros de manada también. Les miro, mi garganta ruge mirando hacia la luna, y cargamos contra el mal. Los muertos vivientes chupasangres empiezan a caer al suelo despellejados por mis colmillos. Me doy cuenta, por un momento, de que en la sala Norma ha llamado a la mujer embarazada, y le canta. Primero, aquello de “bota bota las maldades”, y después una canción nueva: “paisa te veré mongonai, paisa te veré mongonai, paisa te veré”. Es obvio, esta gestante primeriza lleva sobre sí la carga de alguien que le ha hecho un daño. Es decir, alguien ha encargado a un brujo malo que le eche un hechizo para perjudicarla.
Y yo me doy cuenta que mi lucha contra los vampiros es la lucha por liberar de ese mal a la gestante. Los vampiros no son sino malos espíritus que huyen de la ciudad, que es la barriga infectada de esta pobre mujer. Me siento que trabajo en equipo con Norma. Ella los echa de la mujer, pero yo los mato con mis colmillos. La lucha va a ser larga, y es una lucha de la naturaleza contra el caos, contra la locura.
Entre canción y canción, los músculos de mi cara se vuelven a contraer, de una expresión seria a otra mucho más risueña. Noto mis bigotes y mi sonrisa felina. Soy un gato, y he vuelto a la sala, ya no estoy en un mundo diferente, sino en la realidad. A pesar de la oscuridad, veo con toda claridad a esa mujer, tumbada en posición fetal y con un brazo extendido hacia mí. Cucarachas salen de su boca y huyen hacia mí, que estoy junto a la puerta. No puedo permitir que estos demonios con forma de insecto salgan a la calle y continúen expandiendo el mal por el mundo, así que clavo en mis uñas a cada uno de estos seres que huyen.
Va a ser una lucha dura y continuada, junto a Norma, también canta Pedro, y alguna otra de las mujeres que han tomado ayahuasca: “tarararai tarara, tarará, tarará”. Repitiendo esta melodía, ayudan a Norma. Mi fuerte no es el canto, pero noto la fuerza en mí. Pestañeo, mi cara se relaja, y miro cómo me encuentro ataviado con una túnica de colores naranjas, rojos y amarillos. Todo empieza a arder, del costado de la mujer sale fuego, ero no importa, porque yo controlo ese fuego, y lo voy moldeando según las curvas que dibujan mis manos, hasta que desaparece; cada centímetro de mi piel siente calidez.
Apenas tengo unos segundos para tranquilizarme, porque la lucha contra el mal sigue. Ha sido sólo la primera batalla, y después de retirarse, vuelve al ataque el otro brujo. “¡Qué sacrificios hago por mis pacientes!”, se queja Norma. Vuelven las tonadillas para hacer desaparecer el mal, y esta vez los fantasmas salen del cuerpo de la gestante, que se hacen cenizas cada vez que les envío amablemente una bola de fuego.
Al desaparecer los fantasmas, vuelve el fuego, pero esta vez cambio la estrategia: miro dentro de la tripa de la hechizada;ahí está el niño, flotando feliz e ignorante de todo en su placenta. Debo protegerlo, y lo protejo. Lo miro, y adquiere un brillo azul, su energía es suficiente para aislarse de todas las llamas infernales que acosan a esta mujer.
Al fin Norma gana esta batalla, con ayuda de todos los que estamos en la habitación, y la gestante puede volver a su lugar.
Después van pasando al cosatdo de los dos kahonchis cada uno de los pacientes, pero son males sencillos de sanar por parte de Norma y Pedro, así que puedo centrarme en mí.
La ascensión
No veo el agua, pero respiro agua y me desplazo entre ella, contra la corriente. Viajo hasta el corazón de la selva, que es el río, y lo hago en la piel de un pequeño cunchicito que intenta evitar ser pescado esquivando un arpón, una flecha, una tarrafa.
Parpadeo.
Mis articulaciones se tensan y no pueden moverse, siento el frescor del rocío, siento las raíces de los árboles, siento la hierba a mi alrededor, porque me he convertido en una piedra.
Parpadeo.
Norma sigue cantando, y ahora distingo una palabra de lo que dice: “Shihuahuaco”
Crezco hasta ser el árbol más alto, más grande y con tronco más hermoso de la selva, el shihuahuaco. Veo los otorongos, los venados, debajo de mí. Y el búo sobre mis ramas.
Parpadeo.
Y soy un búho. Planeo sobre la selva, doy vueltas, giros, siento las corrientes de aire, cuando quiero me elevo sobre las nubes, cuando quiero me humedezco pasando entre ellas, cuando quiero lanzo mis sonidos. Me veo a mí, me miro. Asciendo, asciendo, asciendo.
Parpadeo.
Cual genio salido de su lámpara me sorprendo acariciando la luna, observo las estrellas que se acurrucan a mi vera, y concentro la energía del universo entre mis manos. Dirijo mis ojos hacia abajo, donde la tierra es azul. Miro hacia mi derecha, donde la luna es de plana. Miro en mi cénit, hacia donde extiendo las manos, rasgo el negro del cosmos.
Y todo se vuelve blanco. Y cálido, y plácido.
Epílogo
Poco a poco, la intensidad de la alucinación se desvanece. Poco antes de que la ayahuasca me abandonde, Norma me llama y me dirige unos cantos, que alargan mi estado de paz. Me pregunta si quiero aprender sus canciones, y le digo que eso no, porque no tengo buen oído, pero sí quiero saber más de lo que hace ella. Se sonríe.
Son las 3 de la madrugada cuando ya ha pasado todo. Es tiempo de, en medio de la oscuridad, comentar la experiencia de cada uno. Cada uno dice lo que ha visto. Norma y Pedro han sido capaces de localizar al brujo que había hechizado a la gestante, lo nombran, es un vecino. Y lo describen como un hombre bajo y armado con un machete.
Los pacientes se quedan en la casa de los kahonchis, y los que no están enfermos se vuelven. Al salir, en agradecimiento, le doy a Pedro 50 soles (unos 15 euros), por las dos sesiones. Normalmente las gratificaciones son menores, pero esta vez ha sido una experiencia sobresaliente de paz y armonía con la naturaleza.