Nuestra Carta Magna, en su artículo 67.2 señala refiriéndose a los diputados, es decir, a los miembros del Poder Legislativo, supuestos representantes de la ciudadanía que no estarán ligados por mandato imperativo. Quiere ello decir que ningún diputado puede recibir coacciones o instrucciones de ninguna institución o persona a la hora de llevar a cabo su función, la elaboración y aprobación de las leyes, velando de esta manera por su independencia e integridad. Se trata de un precepto de larga raigambre histórica en la historia del constitucionalismo moderno. La idea básica era que el representante de un conjunto de electores, cuando llegaba a la asamblea nacional pasaba a ser representante de la nación y, por tanto, no se debía a ningún mandato, a ninguna orden. Pero, para que lo entendamos mejor, la prohibición del mandato imperativo, con el tiempo, tenía la función de que se garantizase que los representantes, es decir, los diputados, gozasen de independencia política y que no se convirtieran en números, en peleles, en aprieta botones al servicio de su amo, justo lo que son en España. El sentido de este artículo viene dado por la necesidad, incluso la obligación de que el diputado solo se debiera a sus electores, algo lógico en una democracia puesto que debe ser el pueblo a través de sus representantes el que haga las leyes que más le convengan en cada momento (a través del voto en las elecciones legislativas).
Pues bien: desde el mismo momento en el que entró en vigor la Constitución, en diciembre de 1978, este precepto comenzó a ser vulnerado. En nuestra bendita democracia, el diputado, lejos de actuar de manera independiente y velando por sus representados, es un simple títere, un guiñapo al servicio de su partido. De esta manera se violaba ya la Constitución desde su misma puesta en marcha y no en un aspecto intrascendente sino en un asunto nuclear, clave, como es la interdicción del mandato imperativo, básico en toda democracia que se precie. Con esta violación impuesta por los partidos políticos resultaba que el diputado no era libre al votar las leyes, al legislar y, por tanto, el poder legislativo fue secuestrado, incapacitado y con ello el poder de la ciudadanía para actuar y modelar la sociedad según sus intereses y preferencias.
Todo el poder para los partidos, que elaboraron desde entonces sus famosas listas (abiertas y cerradas, daba igual) en las que solo figurarían los más pelotas, los que jamás pusieran un “pero” a la violación de su potestad como representantes del pueblo, fieles lacayos de sus señores. Obviamente al nombrar mediante el sistema de listas al diputado y coartar su voto en el parlamento, el gobierno de turno, el ejecutivo, tenía ya el control del legislativo. Ese gobierno de turno, ese presidente (elegido por cierto en una bufonada llamada sesión de investidura por sus propios diputados, es decir, por él mismo) podía ya libremente legislar desde el Palacio de la Moncloa, desde su despacho allí o en la sede de ese cortijo particular que es el partido que preside. El jefe del ejecutivo era Dios, como bautizó un ministro socialista al presidente González. Efectivamente, desde aquel ignominioso momento, desde el mismo inicio de la democracia en España no había una democracia, sino una oligarquía en la que varios partidos podrían turnarse en el poder pero en donde el pueblo jamás pintaría lo más mínimo.
Evidentemente con el paso de los años el engranaje de un sistema viciado de origen ha ido dando muestras de su corrupción original, se les ha visto más el plumero por decirlo de alguna manera, algo que también puede tener que ver con cierta maduración democrática de la sociedad, al menos cierta parte de la misma que ya no ha estado dispuesta a comulgar con ruedas de molino. Finalmente ha quedado patente, a la vista de todos porque ya no podían engañar más a la sociedad, que todo está bajo el control de los jefes de cada partido, verdaderos líderes de unas organizaciones que actúan como mafias y que se financian de manera irregular sin merecer castigo alguno por ello (siendo una mafia, también controlamos a la justicia, pensarían ellos). Esos mismos líderes que ahora se llenan la boca con el mantra de las elecciones primarias y las listas abiertas para volver a engañar a la ciudadanía y seguir en la poltrona partidaria. Ya desde aquel momento fundacional, decimos, el ejecutivo comenzó a legislar, ¿para qué disimular?. El palacio de las cortes en donde funcionaba el parlamento, ese vetusto edificio de la Carrera de San Jerónimo, era únicamente el escenario de una comedia, de una mascarada en la que unos señores vestidos de traje y corbata apretarían el botón que su jefe les ordenara, verde, rojo o amarillo, a mandar.
Y sin embargo en ocasiones puntuales se abrió el debate respecto a quién pertenecía el acta de diputado, al calor de algún caso de transfuguismo. El Tribunal Constitucional, por otro lado un órgano político, dictaminó que el único dueño del puesto de diputado era el propio diputado, no el partido. Y por eso vimos como muchos diputados tránsfugas, es decir, traidores de las ideas del partido por el que habían sido electos, pudieron permanecer en la cámara legislativa en el famoso Grupo Mixto, expulsados de sus partidos pero diputados al fin y al cabo. En las discusiones posteriores la mayoría de analistas afirmaban que era indiscutible que el acta pertenecía al partido y que era una canallada que el diputado electo no dimitiera. Casi nadie, a pesar de la sentencia del alto tribunal, ponía el énfasis en el precepto constitucional que establece el mencionado artículo 67.2. y que es clave para que una democracia lo sea auténticamente, es decir, que los diputados representen de manera fidedigna a sus electores. De tal manera es así que, al no ser representativos de nada, los diputados sobran, nada sucedería si no existieran, porque las leyes las seguiría haciendo el propio gobierno.
Contradiciendo el espíritu democrático periodistas y pensadores políticos, salvo alguna digna y notable excepción, no supieron ver (o sí lo vieron pero miraron para otro lado) la atrocidad que suponía la violación de la prohibición del mandato imperativo. Y es así, es una atrocidad, una aberración que conforma con su práctica un régimen muy cercano a la dictadura, que podíamos bautizar como Dictadura de partidos, en la que era el partido político el que imponía a los diputados la tan alabada “disciplina de partido”, llegando a sancionar a los escasos versos sueltos que durante estos 35 años de ignominia se han atrevido a votar en contra de lo que ordenaba su partido.
Tan bochornoso espectáculo tenía su plasmación visual cuando observábamos las votaciones de las leyes en el Congreso de los Diputados (del Senado mejor no hablar, es el retiro dorado de los elefantes). Entonces, el líder o portavoz de cada uno de los grupos parlamentarios hacía un gesto, una señal con la mano indicando a su bancada, a sus acólitos y borreguiles diputados, el botón que debían apretar. No eran ellos, de manera individual y atendiendo a los intereses de sus electores, los que, en conciencia, decidían su voto. Quedaba así representada esta comedia bufa, este esperpento de democracia que hemos padecido hasta el día de hoy y que seguiremos padeciendo por mucho tiempo a nuestro pesar.
Si lo pensamos bien, todas las leyes que desde el 78 han sido aprobadas en las Cortes Generales lo han sido violando la Constitución, puesto que los diputados no han podido votar libremente imponiéndose aquella máxima deplorable de “el que se mueva no sale en la foto”. Todas por tanto son anticonstitucionales, si lo pensamos bien. Ninguna emana de la voluntad popular, son falsas y antidemocráticas, absolutamente todo, incluso aquellas leyes que gozaron de gran apoyo popular. Se vulneró flagrantemente la prohibición constitucional de que el diputado no puede tener mandato ni recibir instrucciones en su deliberación. Esta idea del mandato imperativo es, en una democracia representativa, uno de los preceptos más importantes. Así que vemos como este régimen del 78 todavía en vigor sigue violando la Constitución que otorgó como el tótem sagrado que garantizaba nuestra democracia. Ya vemos que no ha sido así y que, además, todo lo que ha sido aprobado desde entonces es ilegal porque va contra la Constitución. Y sin embargo, todo es legal, tan legal como cualquier régimen dictatorial.
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