La capacidad para humillar a los demás puede indicar una inteligencia sádica superior a la norma, o una incapacidad oligofrénica para la comprensión del alcance de los propios actos que acaban por humillar siempre al que los comete, convirtiéndolo, en primera y última instancia, en un sujeto desleal, sin capacidad moral para personarse y mucho menos para erigirse en Jefe de Estado. Este último caso es el que mejor define a Juan Carlos I, Rey de España por poco tiempo.
El régimen de los perjuros del 78, se inauguró con el capricho real de “Yo quería ser Rey y quería hacer otra cosa”. Estas son las palabras con las que el monarca nos desvela su proyecto personal en TVE, tras casi 40 años de corrupción institucional. Lo cierto es que esta indefinición en el proyecto, mas allá de su coronación personal, atiende muy bien al carácter vividor y poco instruido de un joven acomplejado, capaz de humillar públicamente a su padre y a toda su dinastía, con tal de disfrutar de los privilegios que la inmunidad constitucional y la jefatura de las fuerzas armadas le daría. Sonroja advertir todavía que se hable de arbitraje con respecto a una persona que posee no solo la impunidad absoluta, sino el mando de la fuerza estatal con mayor capacidad de violencia. Así, el Rey tuvo que perjurar de tres cuestiones a las que había accedido ante su “padre”, el dictador Franco. Conviene recordarlas: 1. La lealtad a Franco; 2. La finalidad a los principios del Movimiento Nacional; 3. Fidelidad al resto de leyes fundamentales. Tomando la “legitimidad política surgida del 18 de Julio de 1936”, es decir, de un acto de sedición. Para conservar en vida la lealtad a su padre espiritual tuvo que someter a su padre biológico, para una vez muerto aquel, traicionarle mediante esa otra cosa. Y esa otra cosa no fue más que una carta otorgada a la que nunca tuvo que jurar, aunque se promulguen las leyes y la justicia en su nombre, para seguir siendo fiel a su juramento y por encima de el a su voluntad como única norma suprema de conducta, al igual que toda su estirpe. El esperpento Borbón. Lo que los Juan Carlistas hacen pasar hoy como el reconocimiento final de D. Juan hacia la obra de su hijo, rindiendo aquel públicamente la legitimidad dinástica, puede que sea la mayor humillación de la historia de un hijo hacia su padre.
Este ejemplo de deslealtad, ante Dios y los hombres, fue seguido por todos, a izquierda y derecha, para conformar un régimen político basado en la mentira, la traición, el sadismo y la arbitrariedad. Pero de entre ellos, solo el Rey ha conservado intacta su alta capacidad para seguir humillando a la nación mediante sus orgías africanas y su corrupción personal e institucional conformando al régimen de los perjuros del 78.
Este capeto es un tipo amoral. Pero lo peor, más allá de sus orgias, francachelas, amasar dinero y el dolce far niente, es su nula concepción política de Estado, ni siquiera al nivel más simple como el administrativo: ha usado la corona y el Estado para extender la gran bola de mierda de la corrupción de la que trata el magistral artículo de Serquera. No ha habido concepción alguna sistémica para hacerlo, ha sido un simple acuerdo entre mafias, nos heredamos el Estado franquista y nos lo repartimos tal cual, un trozo para el Capeto, otro para el PSOE, otroa para la AP etc etc
Ahora a ver como nos quitamos esta peste de encima. A este, que ni con un pie en la tumba quiera soltar el culo del Trono.