Desde la sorprendente primavera del año 2011, la fisonomía de los movimientos sociales en el Estado Español ha mutado de manera radical. La irrupción del 15-M abrió el cauce a un torrente de creatividad popular que experimentó en las calles con el asambleísmo, la protesta masiva y la generación de discurso colectivo.
Los que conocimos la izquierda antagonista pre-indignada sabemos la magnitud de los cambios introducidos por la emergencia de las Plazas. Las Mareas de lo público, las últimas huelgas generales, todo ello no habría sido lo mismo ni hubiera alcanzado la dimensión masiva de que se precia sin esa previa recomposición dinamizadora de las energías antagonistas.
En el haber de todo ello está una nueva tolerancia, enormemente positiva (aunque, desgraciadamente, aún en cuestión en muchos sitios), a la pluralidad, a las tentativas heréticas e innovadoras en lo organizativo y en lo ideológico; una fundamentación absolutamente asamblearia; y una recomposición del tejido social afirmada, sobre todo, en los barrios con más tradición vecinal y combativa.
Sin embargo, el tiempo pasa, y se engañan quienes creen que la dinámica de la realidad se somete a los designios de la estabilidad o del atesoramiento de lo ganado, al simple cultivo y adorno de lo ya edificado. La realidad es móvil y contingente, flexible y recombinante, y la tentación de repetir ad infinitum la “pose 15-M”, reconvirtiéndola en un nuevo mantra (otro discurso que busca la hegemonía en la protesta) no nos va a llevar a conseguir lo que auténticamente queremos: hacer crecer la indignación, hacer crujir el dispositivo institucional y cultural de un poder que amenaza con engullir la totalidad de nuestros medios de vida.
Lo que no avanza, acaba retrocediendo. Tengámoslo presente.
Si el 15-M afirmó un nuevo dinamismo y una nueva frecuencia de contaminación mutua, es eso precisamente lo que hay que subrayar en el momento actual, no congelar el gesto tratando de reiterar la fotografía titular del indignado mediático y virtual.
Se trata de crear, de proliferar, de contaminar, de alcanzar una nueva extensión, pero también una nueva densidad.
Por eso, aun conociendo de sobra la angostura, las limitaciones y el sectarismo de lo que precede a esta hora, algunos apostamos también, junto a la masificación y regeneración de la protesta, por la organización. Concretemos algún aspecto. No se trata de “llevar a la gente a las Iglesias”, como afirman Negri y Hardt, sino de reforzar los lazos mutuos, garantizar la efectividad de las acciones, la productividad de las prácticas. Construir densidad social pasa también por tejer los nudos de las redes y, para garantizar la esencia democrática de lo levantado, hacer explícitos y públicos sus mecanismos de toma de decisiones.
Es verdad que la pesada carga del pasado más o menos inmediato incapacita a la mayor parte de las estructuras preexistentes, atravesadas por un dogmatismo cainita y una inercia plomiza, para articular la nueva abundancia. Sus tradiciones mal digeridas tienden fuertemente al autosabotaje y la vendetta interna, así como a la competición primaria y sin sentido. Eso implica que en esto, como en todo, el nuevo movimiento debe abrir nuevas vías e instituir nuevas prácticas, recuperando lo recuperable, apoyándose en lo que sigue razonablemente sano, pero generando experiencias de nuevo cuño capaces de hacer confluir la sinergia de las protestas en espacios y apuestas concretas.
Para eso, obviamente, cada cual ha de elegir su espacio y su familia, y estrechar las manos que desee; pero lo cierto es que el movimiento ha de insertarse en los centros de trabajo, en los lugares de estudio, en los espacios de reunión de los parados (aún por construir), en todas partes. Y discutir, en esos contextos, la hegemonía con el discurso y práctica oficial.
No se trata tan sólo de ser simpáticos, ocurrentes, creativos, muy cognitivos (aunque eso también tenga su valor) o, en otro registro, puros, moralmente intachables, absolutamente coherentes con la inercia, elitistas de la propia secta. Hay que ser capaces de construir alternativas de vida y aparatos de confrontación eficientes.
En ese camino, la deriva institucional y electoral puede, quizás, jugar un papel, pero no puede convertirse en el principal campo magnético de nuestro pensamiento y acción. No se trata de saber si IU, si Partido X, si municipalismo o si abstención. No se trata de copiar Syriza y nada más, ser indignados simpáticos que se transforman en políticos honestos. Se trata de ir mucho más allá, de levantar una auténtica alianza social de la mayoría, de construir contrapoder popular, de hacer a las multitudes capaces de ser dueñas de su propio destino, lo cual implica mucho más que introducir su voto en una urna cada cuatro años, o que repetir sin faltas y con pose de crédula convicción una doctrina muy supuestamente radical.
El contrapoder puede, a lo mejor, tener expresión electoral. Puede, también, ser “difuso”. Pero necesita instituirse y reforzarse, generar músculo y espacios concretos, experiencias validadas, estructuras de colaboración con nombre y apellidos, quizás incluso siglas, pero tremendamente abiertas y plurales, a-dogmáticas y creativas.
Internet no lo puede todo, y hacen falta también nudos en lo real: donde ir en el barrio, con quien contactar en el centro de trabajo, cómo saber qué hacer si te despiden por hacer una huelga, con quién hablar cuando se está en el paro.
Si no generamos esa dimensión de densidad (no sólo hace falta conectar a la gente, también instalar conectores colectivos sin necesidad de demasiadas genuflexiones ideológicas) tarde o temprano la indignación volverá con la cabeza gacha al redil de la izquierda institucional del régimen que, ella sí, está organizada pese a su estupor actual. Y, además, en ese instante lo más probable es que la misma energía y enfado desatados y hechos fructificar el 15-M pasen a alimentar otras formas de buscar salidas a la actual encrucijada que, perfectamente organizadas, apuesten por el egoísmo y el odio al diferente. La gente necesita soluciones, y para construirlas hace falta una nueva narrativa y una nueva estética de lo común y de la cooperación, sí, pero también una fuerza social organizada y capaz de parar y devolver los golpes.
Quienes afirman que el “modelo internet” anuncia una forma para-organizativa ayuna de más estructura que la cognitiva, abandonan la visión materialista de la infraestructura física de servidores y centrales de distribución eléctrica imprescindibles para que la red de redes pueda desplegarse.
Hay que dar la “batalla de las ideas”, que implica también una transformación general del escenario cultural e ideológico de nuestra sociedad. Y, al tiempo, hay que construir las máquinas y los espacios democráticos capaces de convertir toda esa energía en un contrapoder efectivo, que discuta en la misma textura de la realidad cuál es el status quo.
La nueva contaminación mutua de nuestros medios impone una apuesta por la complejidad, por la difícil y siempre precaria y reversible articulación de realidades diferentes y heterogéneas que han de conformar una alianza explícita y multicolor, pero al tiempo capaz de golpear conjuntamente y en todos los planos. La complejidad, pues, en este escenario, no se soluciona sólo con la relectura de las magnas obras de los tiempos pretéritos y con el levantamiento de nuevas Iglesias, pero tampoco se podrá encarar con la pura espontaneidad y el fácil recurso a que “la gente ya sabrá lo que necesita y lo hará entonces”. Nosotros también somos gente (¿o no?) y estamos viendo la necesidad ahora.
Complejidad, tolerancia, discusión fraterna, densidad social, efectividad: la construcción del contrapoder efectivo y operante de la alianza de la mayoría necesita todos esos ingredientes.
Seamos creativos: construyamos una red innovadora, democrática, organizada, fluida y heterogénea. Pero también real.
José Luis Carretero Miramar