Olvidémonos de los líderes y de sus fangos y de la truculenta gymkhana de los nuevos políticos profesionales, empecemos a construir contrapoder desde abajo nosotros mismos, de manera directa y autónoma. No se trata de gestionar el desastre creciente, ni de encontrar una silla mullida cuando la música para. El objetivo de alguien que quiere cambiar el mundo no es estar cómodamente sentado en un escaño.
Por José Luis Carretero MiramarLa crisis sistémica iniciada en 2007 sigue sin resolverse. No parece que estemos a las puertas de un nuevo proceso de acumulación a escala global que permita a la economía capitalista salir de su atonía. Los rescates con dinero público a las entidades financieras estratégicamente situadas siguen sucediéndose (como en el caso de Italia) o amenazando en el horizonte (como en el caso del Deutsche Bank alemán), sin que se consiga recuperar la senda de la estabilidad. La Eurozona cruje azotada por un vendaval que no se detiene, y que abarca desde el Brexit, que la pone en cuestión, hasta el muy probable avance electoral en este año de fuerzas de ultraderecha que defienden su fragmentación y el final del euro. Los refugiados se agolpan a sus puertas, en condiciones infrahumanas, y las revueltas masivas, aún carentes de un sentido revolucionario profundo, se suceden en su frontera Este, como en Bulgaria y Rumanía en los últimos meses.
El mundo actual es cada vez más multipolar, pero también más caótico, basculando entre espasmos y turbulencias, ante la evidente incapacidad de los norteamericanos de controlar Oriente Medio y de los chinos de desarrollar una clase media que pueda sustituir la menguante demanda de los países occidentales, atenazada por las medidas de austeridad, la liquidación del Estado de Bienestar y la precarización del trabajo.
En estas condiciones, el nuevo emperador global (Donald J. Trump) toma medidas polémicas, nos dicen los medios. No nos engañemos, lo que subyace, muy profundamente, en la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos y en la polémica subsiguiente, es la existencia de una profunda fractura en el seno de la clase dirigente norteamericana.
Donald Trump no llegó al gobierno por ser un antisistema, aunque haya atizado determinadas banderas populistas en su campaña electoral. Donald Trump, y su gobierno de millonarios, ejecutivos de Goldman Sachs y magnates petroleros, representan una determinada línea política de una concreta fracción de la clase dirigente, en dura pugna con otra fracción, en la que encontramos, por ejemplo, a los reyes de Sillicon Valley o a muy señaladas multinacionales de los servicios como Starbucks.
La política de Trump ni es antisistema, ni pretende serlo. El objetivo de Trump es imitar en lo posible la gestión económica y de la fuerza laboral de su principal competidor, que está a punto de alcanzarle: la República Popular China. China, previsiblemente, alcanzará en pocos años el PIB estadounidense, y está apunto de desarrollar su capacidad nuclear para llegar a colocarse al respecto “al mismo nivel que Rusia y los Estados Unidos”. La guerra comercial con China está servida y, quizás, al medio plazo, la confrontación escale aún más en términos pre-bélicos (no olvidemos que Steve Bannon, el asesor preferido de nuestro emperador Donald declaraba en una entrevista, poco antes de llegar al poder, que en unos 5 o 10 años, se desataría un conflicto militar abierto con el gigante asiático por el control de la zona comercial más dinámica del planeta: Asia-Pacífico). La suavización de la escalada de cuasi-bélica con Rusia, alimentada por Obama, después del humillante, para los norteamericanos, avance de las fuerzas y los intereses de Putin en Siria y Turquía, no es más que un giro estratégico destinado a dividir a los dos gigantes emergentes, ligados por la nueva Ruta de la Seda, como lo fue en su día el acuerdo de Obama con Irán, que ahora Trump parece dispuesto a incumplir. La implosión de la Eurozona, ante sus propias contradicciones y la inanidad de su clase dirigente, podría aportar el botín a repartir entre los nuevos colaboradores-competidores, pero no parece del todo probable que, en un mundo cada vez más caótico, este tipo de alianzas lleguen a estabilizarse.
La deriva anti-inmigración de Trump no parece destinada, pese a toda la farfolla demagógica que la acompaña, a la expulsión total de los extranjeros (no olvidemos que ya Obama ha deportado más irregulares que todos los presidentes norteamericanos anteriores juntos), sino a su disciplinamiento laboral y al abaratamiento de su fuerza de trabajo, hundida en la economía sumergida, a la imagen y semejanza de lo operado de hecho por el Gobierno chino con su sistema del hakou, que permitió tratar como ilegales sin derechos a los más de 150 millones de trabajadores que abandonaron el campo en el país asiático para ir a trabajar en las grandes factorías de las transnacionales de la costa china en las últimas décadas. Una gestión racializada (en la versión norteamericana, cosa por otra parte bastante tradicional en ese país) de la fuerza de trabajo que ha permitido abaratar enormemente los costes de la mano de obra y someterla a una disciplina cuasi-militarizada.
El proteccionismo económico del que hace gala el presidente norteamericano, por otra parte, es, como el chino, un proteccionismo regulado entorno a los intereses de la clase dirigente nacional. Así mientras China mantiene limitada la apertura de su sistema financiero a los flujos internacionales y fomenta el libre mercado en su sector de exportación, Trump parece dispuesto a hacer lo contrario, haciendo desaparecer la tímida regulación implementada por Obama de los negocios de Wall Street, pero intentado la vuelta de la producción automovilística al país, y buscando negociar acuerdos bilaterales de libre comercio, en vez de los multilaterales, que le permitan regular qué y ante quién abre de su economía.
Pero lo realmente fundamental, visto el maremágnum producido en las últimas semanas en Estados Unidos, es que la clase dirigente norteamericana está fracturada en cuanto a la estrategia a seguir como no lo ha estado en los últimos 50 años. Eso explica que las protestas (que, por otra parte, muestran una vitalidad de la sociedad norteamericana de la que nadie nos había hablado hasta ahora) hayan recibido tanta atención mediática global y no, simplemente, represión y silencio. Eso explica, también, que destacados representantes del mundo jurídico estadounidense o del establishment cultural, impugnen las decisiones de Trump, como no había sucedido en décadas.
Esta pugna creciente entre Zuckerberg y Tillerson, entre Soros y las grandes petroleras, amenaza, por supuesto, con generar, a su vez, una o varias fracturas abiertas en el conjunto de las clases dirigentes globales. Las tensiones con China y otros países emergentes, las derivadas de la descomposición europea, las propias de las ambiciones de los nuevos ámbitos militantes de la ultraderecha que pretenderán sustituir a las viejas élites liberales y social-liberales, abren un escenario de conflicto en el interior de la clase dirigente que, como hemos visto en Estados Unidos, podría abrir el espacio social suficiente para la emergencia de nuevas alternativas hasta ahora sometidas en la penumbra de un régimen sin fisuras.
Crisis social y fractura de la clase dirigente. Nos falta una condición para que la crisis alcance el grado de crisis revolucionaria: la organización autónoma y masiva de los explotados, alimentada por un discurso y una estética a la altura de las circunstancias. Este elemento no parece avizorarse por el momento en el escenario, pero no olvidemos que, precisamente este escenario cambiante, es el ideal para un avance decidido de las fuerzas del cambio.
Pero, ¿y el Reino de España? ¿Se prepara ese avance decidido? En España lo realmente preocupante no es la estabilidad política revisitada por las fuerzas del régimen gracias a sus pactos, ya que éste ha demostrado sobradamente ser enormemente vulnerable a las turbulencias globales, ya sean económicas o ideológicas; sino la apuesta marcada, cuyas consecuencias empezamos a avistar en este momento, de la mayoría de una entera generación militante, por la política del sillón, la brillantez mediática y la absoluta futilidad a la hora de la concientización y organización de la mayoría trabajadora.
Vista Alegre 2 y el culebrón de los líderes mediáticos flota al margen del mundo, en la futilidad absoluta, cuando un entero régimen de gestión del sistema global está a punto de mutar de manera, si no lo evitamos u orientamos en otra dirección, catastrófica, ante nuestros mismos ojos. Dotarse de una subjetividad revolucionaria capaz de intervenir implica la construcción popular y el empoderamiento de la clase trabajadora, la extensión de sus redes y de sus experiencias, de sus organizaciones propias, la creación de discurso sobre los grandes cambios que se avecinan.
Olvidémonos de los líderes y de sus fangos y de la truculenta gymkhana de los nuevos políticos profesionales, empecemos a construir contrapoder desde abajo nosotros mismos, de manera directa y autónoma. No se trata de gestionar el desastre creciente, ni de encontrar una silla mullida cuando la música para. El objetivo de alguien que quiere cambiar el mundo no es estar cómodamente sentado en un escaño.
José Luis Carretero Miramar.
ya sabemos lo que es Podemos
Por supuesto que hace falta una verdadera izquierda que represente a la clase trabajadora y que luche por sus auténticos intereses y preocupaciones.
Pero eso solo se conseguirá cuando desaparezca toda esta castuza pseudoizquierdista de Podemos, IU, PSOE y demás morralla zapatera y socialdemócrata del degenerado régimen del 78. Lo cual será posible cuando haya de verdad democracia. Mientras tanto,
No nos representan.
ABSTENCIÓN EN MASA.