Qué implicaciones puede tener para su salud, para su pensión, para su contrato laboral, un tratado internacional de esos que se firman en lujosos despachos entre gobernantes de distintas partes del mundo? ¿Debería preocuparle que sus supuestos representantes acuerden a sus espaldas y sin su conocimiento configurar áreas de “libre comercio” con otras potencias mundiales? ¿Le preocupa, de hecho, que a asesorar en esas negociaciones se invite a las grandes patronales, pero el texto de lo acordado se mantenga en secreto para la opinión pública hasta el último momento?
Descendamos a lo concreto: la Unión Europea está negociado, en estos momentos, un Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés) con los Estados Unidos. El objeto del Tratado, cuyas negociaciones permanecen secretas y sólo conocemos por filtraciones puntuales hechas públicas por páginas web como Wikileaks o Filtra.la, es construir una gigantesca área de libre comercio entre dos de las grandes potencias económicas mundiales.
Se trata de derribar barreras legales, para que las empresas de ambas partes puedan actuar libremente en ambos lados del Atlántico, y obtener beneficios crecientes. Libre comercio, por tanto ¿por qué debería ser eso tan problemático? Sigamos descendiendo a lo concreto:
Lo cierto es que el “libre comercio” sin barreras sólo beneficia al más fuerte. Y es muy probable que a las poblaciones y los trabajadores y trabajadoras no les beneficie en absoluto. En la Unión Europea tenemos unas normas. Normas medioambientales, laborales, sanitarias, que, muchas veces, han sido el resultado de las movilizaciones sociales y la presión ciudadana. Libre comercio con quien no tiene esas normas, quiere decir, simple y llanamente, hacerlas desaparecer.
Por ejemplo, respecto a los temas laborales debería tenerse en cuenta que Estados Unidos no ha firmado algunos convenios de la Organización Internacional del Trabajo (O.I.T), entre ellos los relativos a las prácticas sindicales y al derecho de asociación de los trabajadores. Eso implica que sus empresas no están obligadas a respetar esas normas, y van a competir en “igualdad” de condiciones con las europeas en nuestro mercado ¿Cuánto tardará nuestro empresariado en bramar que es imposible hacer frente a esa competencia sin que nosotros, también, dejemos de respetar esos derechos?
Pero hay más cosas, muchas más cosas. En el ámbito ecológico, la Unión Europea afirma respetar lo que su legislación llama el “principio de precaución”. Esto es, que determinada práctica o actividad no se autoriza hasta que no se demuestra científicamente que no es nociva para el medio ambiente o la salud de los ciudadanos. Estados Unidos lo hace al revés: para que una actividad o producto se prohíba, debe demostrarse que es nocivo y dañino. Eso implica que, por ejemplo, los cultivos transgénicos en EEUU no sólo son legales, sino que no deben llevar siquiera ningún tipo de etiquetado que les identifique. Mucho nos tememos que, en esas negociaciones secretas a las que no podemos acceder, se abrirá la puerta de los mercados europeos a los transgénicos estadounidenses, junto a otros productos prohibidos a día de hoy en la Unión Europea pero no en Norteamérica, como la carne tratada con la hormona somatotropina bovina, o el cerdo tratado con productos que incluyen cloro en su composición.
De hecho, lo cierto es que la apertura de la agricultura europea a una competencia exacerbada con el campo norteamericano sólo puede terminar en una catástrofe para la primera. Tengamos en cuenta que, con una extensión territorial similar, Estados Unidos tiene 2 millones de explotaciones agrarias, y la Unión Europea 13 millones. Eso quiere decir que el agrobussines y la competencia capitalista están más desarrollados en el agro norteamericano, y que la agricultura familiar europea no será capaz de enfrentar la entrada masiva de productos producidos a una escala superior, y sin cumplir normas que son obligatorias en este lado del Atlántico.
¿Normas? Se calcula que son cerca de 30.000 los productos químicos que, en virtud del ya explicado principio de precaución, están autorizados en Estados Unidos, pero no en la Unión Europea. Productos que pueden tener efectos dramáticos sobre la salud humana: cáncer, esterilidad, diabetes, etc. Por eso no han sido autorizados.
Además, hay que tener en cuenta que es muy probable que en estas negociaciones se pretenda volver a poner en marcha la regulación del Acuerdo Internacional Anti-falsificación (ACTA) que el Parlamento Europeo echó atrás en 2012, y que procuraba favorecer los intereses de las grandes empresas farmacéuticas dificultando la producción y comercialización de genéricos. Empresas que también podrían salir ganando al aumentar la protección sobre sus patentes y limitar la legislación de transparencia sobre los ensayos clínicos, para facilitar la comercialización de los compuestos desarrollados en sus laboratorios.
Sectores enteros de la economía europea se verían afectados ante la competencia creciente frente a quienes no tienen que respetar las mismas normas que ellos: la industria cárnica, la de los bienes de equipo, la siderometalurgia, los abonos, o el bioetanol, se verán en dificultades, mientras actividades que las poblaciones denuncian como dañinas como la del fracking se verán facilitadas y ampliadas.
Pero el asunto no acaba ahí. Hay más cosas todavía.
La mayor parte de los Tratados de Libre Comercio de este tipo incluyen una cláusula concreta, la llamada cláusula ISDS, que permite a las empresas de un país firmante demandar al otro Estado firmante donde están llevando a cabo actividades, por incumplimientos del Tratado que puedan afectar a sus inversiones, frente a una Corte arbitral ad hoc.
Así, las transnacionales norteamericanas podrían, tras la firma del Tratado, demandar a cualquier Estado miembro de la Unión Europea, frente a la Corte Arbitral que se hubiera indicado en el Acuerdo, por los cambios legislativos, o por la falta de modificación de las leyes, que implicaran incumplimientos del Tratado en su perjuicio.
Normalmente estas demandas se sustancian ante organismos como el CIADI (Centro Internacional de Arbitrajes relativos a Inversiones) dependiente del Banco Mundial. El número de este tipo de arbitrajes en los que los Estados han sido juzgados por una institución que no se corresponde con su Derecho interno (y que, además, suele utilizar como Derecho aplicable los Tratados bilaterales, pero no el ordenamiento constitucional del Estado en cuestión, ni la normativa internacional relativa a los Derechos Humanos) se ha disparado en las últimas dos décadas. De 38 casos vistos ante el CIADI en el año 1996, se ha pasado a 450 en 2011.
Se trata de procedimientos extremadamente caros. Defender al Estado ante la Corte en cada caso suele costar un promedio de ocho millones de dólares, aunque se han dado litigios concretos en que el coste ha ascendido a los 30 millones. Los inversores pueden demandar a los Estados ante estos organismos, evitando los tribunales de los países donde se realiza la inversión, pero los Estados no pueden demandar a las empresas inversoras, quedando obligados a intentar vías jurisdiccionales más largas e inseguras.
De hecho, esto de los arbitrajes de inversiones es un gran negocio para algunos bufetes de abogados concretos. El 55 % de los procedimientos ante el CIADI han sido solventados por 15 árbitros con nombres y apellidos. Y resulta casi obligatorio que la actuación ante la Corte se realice mediante la asesoría de grandes despachos de letrados, que más parecen gigantescas multinacionales del Derecho.
Las tres mayores firmas de abogados dedicadas a este tipo de litigios han asesorado en más de 130 casos. Se trata de los bufetes Freshfields (Reino Unido), White & Case (EEUU) y King & Spalding (EEUU). Freshfields, por ejemplo, que ha participado en 71 casos en los últimos años, consiguió unos ingresos brutos en 2011 de 1820 millones de dólares, y unas ganancias por socio de 2,07 millones.
Las intrincadas relaciones mutuas entre la Universidad, estos despachos de abogados, las Administraciones públicas y las empresas inversoras, parecen justificar hablar, en estos casos, del fenómeno de las “puertas giratorias”, por el que los profesionales van cambiando de lugar con el tiempo, dentro del mismo negocio, creando una evidente confusión de intereses en favor de los más fuertes. Veamos algún ejemplo:
Podemos narrar como después de trabajar 17 años en el CIADI (el tribunal arbitral), Margrete Stevens se incorpora como abogada de parte al bufete King & Spalding, donde ya trabaja como letrado Guillermo Aguilar Álvarez, exasesor del servicio jurídico del Estado mexicano, cuando este estaba negociando su propio acuerdo bilateral de inversiones y libre comercio con Estados Unidos y Canadá (el llamado NAFTA).
O podemos hablar del letrado Karl Hober, del bufete alemán Luther (que informaba a los acreedores de bonos de deuda pública de Grecia en el momento más grave de su crisis para que demandaran al Estado heleno, sin participar en la reestructuración de su deuda, al estilo de lo que han hecho finalmente determinados fondos buitres con la deuda argentina), ex abogado de White & Case, que ha participado en más de 300 arbitrajes internacionales y, al tiempo, es catedrático de la Universidad de Uppsala.
Por lo tanto se trata de jurisdicciones caras, extremadamente favorables a los intereses empresariales, y que laminan los marcos jurídicos y constitucionales nacionales.
Por lo tanto, ¿debería de importarle que, finalmente, se firmara este Tratado? ¿Afectaría, de hecho, a su vida cotidiana?
Aunque parezca que hablamos de cosas inasibles, de fenómenos extremadamente complicados sólo para especialistas, de asuntos en los que usted y yo no podemos influir, lo cierto es que sí, Que debería importarle, porque ahí se juega gran parte de su futuro. Y usted debería de hacer o decir algo. Puede empezar por visitar la web http://noalttip.blogspot.com
Por José Luis Carretero Miramar.