Revista Trasversales número 38 junio 2016
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José Luis Carretero Miramar es profesor de Formación y Orientación Laboral. Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA).
Los últimos tiempos han visto desarrollarse una cierta efervescencia de iniciativas marcadas por la idea de la autogestión, la cooperación, lo social revistado: desde el cooperativismo redivivo, hasta las fábricas recuperadas latinoamericanas, pero también europeas, pasando por los Bancos de Tiempo, las viviendas ocupadas colectivamente por la Obra Social de la PAH o los centros sociales autogestionados que pueblan la mayoría de nuestras metrópolis.
Este impulso cooperativo, en puridad colectivista, que reclama la participación directa y democrática en la gestión de los asuntos comunes por parte de los interesados, se filtra también en la generación de discurso y en la construcción de apuestas ideológicas de nuestro mundo. En la “batalla de las ideas” que subyace a las manifestaciones callejeras y a las campañas electorales se va colando cada vez más un discurso relativo a lo “común”, a lo colectivo, a una democracia real y profunda que no abarque sólo formas de gestión política participativa de lo que ya hay, sino también el desarrollo de estructuras de transición hacia una sociedad profundamente transformada, que tome a lo común como su centro.
Se trata de una discusión sobre las instituciones comunes. Pero sobre las instituciones en un sentido más sociológico y amplio que el restrictivo que las identifica con el aparato del Estado capitalista y sus formas de funcionamiento. Es aquí donde aparecen las “instituciones de lo común” como posibilidad práctica y como apuesta conceptual. Las instituciones que permiten la gestión del espacio colectivo, de los recursos de todos, de la vida compartida, partiendo de la base de un protagonismo popular efectivo y de una participación igualitaria y dinámica. El armazón posible de una alternativa postcapitalista basada en la afirmación de la cooperación frente al mando, y del cuidado de la vida y la atención a su naturaleza basada en la interdependencia, frente a la acumulación antisocial del plusvalor.
No se trata tanto de una utopía trazada en la mente preclara de algún pensador visionario, como de una síntesis dinámica que se va filtrando desde la teorización asociada a un magma múltiple de prácticas materiales efectivas que se van dando por todo el Globo al calor del despliegue de la actual crisis civilizacional del capitalismo senil. Desde la práctica municipal en Kerala (la India), con todas sus contradicciones, hasta la emergencia de las monedas sociales locales o de los modelos de ciudades en Transición en el Norte Global, que también las tienen, lo que late de fondo es el trayecto necesario de un mundo de instituciones colectivas marcadas por su subsunción a la lógica capitalista a un universo de prácticas múltiples que exploran las posibilidades de una sociedad compartida.
Pero, ¿cómo son o cómo podrían ser esas instituciones del común necesarias, sino imprescindibles, para abrir la espita de la transición sistémica en un contexto de crisis y degradación del tejido social como el que vivimos? Christian Laval y Pierre Dardot, en un libro reciente (Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Gedisa. 2015) nos hablan de la existencia de unos núcleos de prácticas históricas, que siguen teniendo vigencia, y de las que se podría aprender en la actualidad, para generar esas nuevas instituciones transformadas.
Está “el común de los obreros”, ese atado de prácticas, normas consuetudinarias, estatutos sindicales, reglamentos internos de los ateneos y cajas de resistencia, que constituyen uno de los principales legados del movimiento obrero histórico para las luchas del siglo XXI. No es de extrañar, al respecto, la insistencia del anarcosindicalismo histórico español en toda una serie de reglas comunes de funcionamiento que trascienden la ideología o la estética partidaria. Cuando los viejos militantes insistían en cosas como las normas para el control de los cargos (como limitar la duración de los mismos, la posibilidad de repetir, o el número de cargos remunerados) o establecían mecanismos revocatorios mucho antes que la “nueva política”, estaban construyendo el sindicato como un espacio del común, como una institución colectiva, imprescindible para solventar sus necesidades materiales y de desarrollo personal, mucho más que traduciendo afirmaciones librescas e ideológicas o consignas de vanguardias autoproclamadas.
Marcel Mauss, desde el socialismo francés, estaba pensando en lo mismo cuando indicaba, a principios del siglo XX, que el trade-unionismo de los Webb [Beatrice Potter y Sydney Webb] mostraba “el despertar, en la organización sindical, de una nueva forma de conciencia social; la aparición de un nuevo órgano jurídico, de nuevos principios de acción, de nuevos motivos de sacrificio y solidaridad, de nuevos medios para el crecimiento y la conquista.
Lo que es evidente, sobre todo, es esta creación de un nuevo derecho, de un derecho obrero, este nacimiento de una personalidad moral nueva, el sindicato. El sindicato no se limita a mejorar el destino del individuo, requiere de cada uno la subordinación y el sacrificio, le hace sentir la colectividad. Es una forma de pensar nueva la que en él se produce”. Este proceso de autoconstrucción colectiva de la clase obrera se vio en gran parte truncado por el pragmatismo de las soluciones impuestas desde arriba y por la transformación de gran parte de los sindicatos mayoritarios en Europa en correas de transmisión partidarias e instituciones funcionales al despliegue del neoliberalismo, pero nunca ha sido abandonado del todo.
El laboratorio del derecho obrero ha seguido, pese a ello, generando nuevas instituciones del común, como las fábricas recuperadas, los sindicatos combativos o las formas novedosas de sindicalismo social. Pero también podría ser una referencia plausible el “común de los campos”, constituido por las reglas de utilización de los recursos naturales comunes en el ámbito rural. Hablamos, por supuesto, de las formas de vida comunitaria de los pueblos indígenas de gran parte del globo, que permiten una utilización compartida de los campos y de lo necesario para el bienestar del grupo. Pero también estamos hablando de instituciones de larga data en el propio ámbito hispánico, como los concejos locales (hoy en día parte de la Administración local del Estado en algunos sitios), los montes comunales, las tierras “en mano común” de Galicia, el batzarre y otras formas asociadas de funcionamiento comunitario como el auzolan (trabajo comunitario) de Euskal Herria, etc.
El “común de los campos” constituyó durante siglos el armazón de la supervivencia de las comunidades campesinas en nuestro país, aún subsumido y sobre-determinado muchas veces por la lógica de la sociedad feudal, como lo está el “común obrero” por la lógica capitalista en nuestra sociedad. Lejos de idealizaciones cuasi-metafísicas sin sentido, no hay duda de que la experimentación con las reglas de uso de lo común por parte de las comunidades campesinas del Globo a lo largo de los siglos constituyen un legado aún por explorar de importancia enorme para la generación de instituciones del común hoy en día. Y, además, contamos con el novedoso “común de los conocimientos”, las reglas de actuación comunitaria que permiten compartir la información y trabajarla colectivamente en el marco del software libre e internet.
Desde el software no propietario como Linux a las licencias libres (el copy left, el copy far left), la nueva economía informacional naciente, para bien y para mal, ha generado mecanismos de colaboración acrecentados, nuevos “comunes” de construcción y acceso colectivo. Se trata de nuevas formas de trabajar y nuevos paradigmas tecnológicos en el marco de una economía de la información, que parecen pensados para una sociedad diferente a la capitalista.
De hecho, el capitalismo mismo ha sido incapaz, hasta la fecha, de conseguir valorizar enteramente esta nueva economía, generando un nuevo proceso de acumulación acelerada en base a la misma. Una economía y unas tecnologías basadas en el acto de compartir y en una tendencia a la gratuidad de los bienes informacionales, que diversos sectores tratan de limitar con la lucha por la instauración de nuevos monopolios y “cercamientos” del acceso a los datos.
Así pues, contamos con núcleos de referencia para empezar a experimentar con la construcción de “instituciones del común”. Pero hemos de tener en cuenta un par de cosas importantes. En primer lugar, las instituciones del común no son compatibles con una visión desde arriba que las diseñe desde una supuesta racionalidad objetiva, ajena a las condiciones materiales locales. Las instituciones del común, cuando funcionan como tales (y eso es lo importante), son instituciones concretas, fruto de una visión nominalista de la situación y de los sujetos que tienen que intervenir en su construcción. Alimentándonos de las experiencias ajenas, debemos construir nuestro propio espacio en cada momento, no imitar acríticamente planes abstractos.
Así pues, las instituciones del común se convierten en tales porque permiten la participación efectiva (no la puramente nominal) de los afectados, de los “comuneros”. Esto remite a cuestiones de detalle, de equilibrios locales, de realidades materiales, de sensibilidad ante el cambio de las situaciones, de dinámica tanto como de edificación, y no sólo de principios abstractos. La asamblea suele ser el centro, es cierto, pero debe venir acompañada de equilibrios, contrapoderes, garantías, formas de participación, marcadas por las necesidades concretas de democratización de situaciones sociales concretas. Así que, lo sentimos, no se trata tanto de dar un nuevo mapa de la ciudad de Utopía, sino de conocer los experimentos y experimentar de nuevo, validando y haciendo accesibles las experiencias para los nuevos practicantes.
Además, en segundo lugar, instituciones nuevas deben conformar un derecho nuevo. Y eso implica que el viejo no nos sirve. Nos hemos enredado demasiado tiempo en la distinción burguesa entre Derecho Público (y propiedad pública) y Derecho Privado (y propiedad privada). Las instituciones del común, en puridad, no son ni una cosa ni la otra. De hecho, da igual como las califique el Estado capitalista, lo que importa es que trabajadores, usuarios, vecinos, participen en la gestión de hecho (y no sólo declarativamente). Por tanto, nos referimos tanto a una institución pública estatal tendencialmente socializada, como a una forma cooperativa, supuestamente privada, que engarce con la gestión participativa del común.
De todas esas experiencias tendremos que destilar las nuevas formas del derecho comunal-comunitario, que sustituya al derecho burgués en una sociedad postcapitalista. ¿Por dónde empezar? Tanto las llamadas “instituciones del cambio”, como los movimientos sociales tienen un amplio campo de oportunidades, ante la degradación neoliberal en curso. Las remunicipalizaciones de los servicios públicos privatizados pueden ser un ámbito de experimentación con nuevas formas de gestión, como el cooperativismo anclado en el territorio o la gestión directa bajo control de trabajadores y usuarios.
La generación de Juntas de Buen Gobierno participativas o de formas concejiles de funcionamiento, el diseño de auditorías municipales populares, la desobediencia local a los recortes sobre la base del empoderamiento vecinal con instituciones específicas para ello, podrían ser un buen campo de pruebas para un municipalismo consecuente. La construcción de redes, mercados sociales y mecanismos de inter-cooperación, así como de ámbitos vivenciales alternativos que permitan iluminar las virtudes del común y reforzar los espacios en resistencia, por parte de los movimientos sociales, pueden, también, constituir un poder popular efectivo que haga de dinamizador de la transición sistémica que, en definitiva, estamos buscando.
No hablamos de trazar el mapa de la Ciudad Ideal, sino de interconectar los espacios tendencialmente liberados (ninguno lo está del todo en la sociedad del capital, eso lo sabemos), expandirlos, darles nuevas metas estratégicas, hacerles confluir, debatir y experimentar, dotarles de discurso y de pegada.
Construir las nuevas instituciones del común, el armazón dinamizador de la transición postcapitalista hacia una sociedad más democrática, es una de las tareas del día, porque, como decía Galeano que afirman los indígenas de los Andes: “Somos familia de todo lo que brota, crece, madura, se cansa, muere y renace”.