En los artículos precedentes he querido transmitir la idea de que cuando un régimen político no se rige por ciertas normas y principios morales muy concretos, las consecuencias son funestas para la sociedad sobre la que actúa, duraderas y muy difíciles de revertir.
Asimismo he procurado señalar qué comportamientos de los gobernantes y qué actos de gobierno son netamente inmorales, indicando al tiempo el modo de corregirlos.
Si hubiera que reducir a uno solo los principios generales que sustentan un buen sistema político y un buen gobierno, me atrevería a decir que es la justicia.
La ambición y el ejercicio del poder deben estar regulados por el afán de justicia, es decir, por la voluntad de actuar rectamente y con acierto. Los hombres que alcanzan cualquier cargo público han de poseer la altura moral y la generosidad precisas para actuar en favor de todos los ciudadanos y no en virtud de intereses particulares. Podríamos decir que la justicia es la bondad de los gobernantes.
Mas si la voluntad de ser justos es una virtud deseable en todos los gobernantes, en el caso de los jueces y magistrados, la pretensión de justicia adquiere un papel preponderante, difícil de exagerar.
Por un lado, el sistema judicial debe actuar como contrapoder frente a los dos poderes políticos del Estado, el legislativo y el ejecutivo, poniendo coto a sus injusticias y crímenes. Esto lo hace de dos maneras principales. De una parte, corresponde a la judicatura enjuiciar la constitucionalidad de las leyes, función básica que garantiza la legitimidad de todo el edificio político. De otra, le corresponde encausar a representantes y gobernantes que incumplen la ley.
El presupuesto para que la judicatura sea verdadero Poder Judicial y pueda desempeñar efectivamente sus decisivas funciones, es la independencia de la acción los poderes políticos.
Para evitar que estos poderes se inmiscuyan, de modo permanente e ilegítimo, en los asuntos que son de la exclusiva competencia de jueces y magistrados, la Constitución del Estado debería poner a estos al abrigo de cualquier injerencia política. La labor de los jueces y su jurisdicción solo debe estar limitada por la propia ley.
Los tribunales de justicia han de ser inamovibles y deben regirse por un código deontológico riguroso, que mediante leyes severas obliguen a sus miembros a observar una conducta intachable, so pena de procesamiento e inhabilitación para ejercer la judicatura.
La selección de magistrados debe hacerse entre los hombres más justos y decentes. Además de distinguirse por una conducta irreprochable, los jueces han de acreditar una excelente formación humana y jurídica, así como una adecuada experiencia previa en las cuestiones de su oficio.
Su elección debería realizarse democráticamente, bien mediante sufragio general en el municipio o en el distrito, bien por un cuerpo electoral distinto del que elige representantes o gobiernos, perteneciente al mundo judicial, en todos los niveles de la administración de justicia.
Además los jueces y magistrados han de impartir justicia, sin privilegio legal alguno, bajo el, principio fundamental de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Para lograr este objetivo sería imprescindible elaborar un código legal y una jurisprudencia que establezcan principios seguros y normas claras. No hay que olvidar que la ley y la jurisprudencia constituyen la sanción legal de la moralidad.
Para concluir, es conveniente recordar que de la moralidad de los poderes en general y, en particular, de la existencia de un poder judicial y una administración de justicia ejemplares, depende el buen funcionamiento del régimen político y de la sociedad misma.
José María Aguilar Ortiz
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Fotografía de Daquella Manera
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