Corría el año 1954 cuando el diseñador industrial estadounidense Brooks Stevens impartió una conferencia en la ciudad de Mineápolis que tituló, después de rescatar antiguas teorías, ‘Obsolescencia programada’. El avispado Brooks acudió a la idea de otro lumbreras del pasado, un tal Bernard London quien propuso en 1932 que el estado obligara a las empresas a programar la muerte de sus productos para animar al consumo y superar la terrible depresión que provocó el crack de 1929. La idea consiste, básicamente, en que el industrial que crea un producto invierta algo más en el diseño con la idea de que el objeto en cuestión, desde unas medias a un vehículo, aguante su funcionamiento sólo un tiempo determinado frente a los productos antiguos, que podían durar más dependiendo de la calidad de los materiales y no de la estrategia del vendedor. Lo que se pensó como una necesidad para animar el consumo y salir de una crisis se convirtió pronto en una oportunidad fabulosa para hacer dinero y obligar a los consumidores a una eterna cadena de comprar para reponer productos que se rompían con el uso por pura estrategia del diseño. El tema no es una novedad y existe un documental muy revelador en el que se habla de esta ‘obsolescencia programada’, del que se ha hablado profusamente aquí.
En la década de los años 50 la idea de Brooks, que no era otra que ‘inculcar en el comprador la necesidad de tener algo nuevo y algo mejor antes de que realmente lo necesite’, se extendió como la pólvora y los grandes productores lo aclamaron como el maná que animaría a la economía norteamericana y mundial. Claro que, mientras esta explosión animaba a los industriales a investigar cómo hacer para que sus objetos se partieran cuando menos lo esperara el cliente, o que la cabeza del cliente se planteara cambiarlo cuando aún no había necesidad, en un remoto rincón del Caribe llegó un señor con largas barbas y echó a patadas al dictador del lugar, un tal Fulgencio Batista, que era, además de amo, lacayo de la mafia norteamericana. Y la obsolescencia programada se desprogramó en Cuba porque los productos que allí quedaron atrapados aún no habían sido programados por los ‘obsolescencios’ del país vecino.
Y así, según un cálculo que hizo Reuters, por las carreteras de Cuba circulan a diario una cifra que oscila entre los 50.000 y los 60.000 vehículos que aquí llamaríamos ‘clásicos’ y allí, sin embargo, siguen siendo de uso diario cincuenta años después de la irrupción de los barbudos. En los últimos años el gobierno de los Castro ha suavizado la norma que prohibe la compra y venta de vehículos que no sean de los años 40 y 50, los últimos en los que la economía de la isla estuvo en el mercado internacional. En abril de 2009 el gobierno permitió a los compradores adquirir vehículos internacionales, por ejemplo, el Daewoo Matiz con el que crucé la isla y que parecía una nave extraterrestre comparado con los dinosaurios que dejaba atrás en la autopista central, que ellos llaman la Troncal. La importación les duró poco porque el cubano, acostumbrado al trapicheo, comenzó a comerciar con los vehículos clásicos para cambiarlos por nuevos y se llegaron a pagar fortunas por estos coches (hasta 40.000 dólares en una isla de gente sin dinero), aunque las necesidades de los cubanos hacen que el gobierno recule una y otra vez dando entrada a nuevos vehículos y hasta permitiendo la fabricación de coches en la isla (algo impensable antes). Los chinos han tomado la delantera y pronto los coches serán todos amarillos (risas). De momento el mercado de coches con cincuenta años en Cuba ha dado el salto a internet y en esta página pueden ver el ajetreo que existe ahora en la isla vendiendo y comprando coches, ya sean enteros o por piezas, ya sean de hace sesenta años o nuevos de ayer: vendiendo carros cubanos
Mirando los vehículos uno se queda petrificado porque en España no existen estos maravillosos carcamales ni en los museos. Por ahí pasa un Chevrolet del 51 (que es en sí una frase de película), se cruza con Pontiac de impresión y más allá aparca un Austin inglés junto a un Mercury Turnpike del 57. Del Chevrolet dicen que ha durado tanto porque los soviéticos inventaron un motor muy parecido y les cambiaban las piezas. ¿Y los otros? ‘La mécanica, papito’, me dice un taxista, ‘aquí se repone todo y si no lo encontramos, nos lo inventamos’. ¿En qué lugar deja esto al tal Brooks y su obsesión por el consumo eterno? En Cuba no consumen porque no pueden, claro, supongo que si les inundaran las tiendas y mercados de productos que se rompen a los cuatro días los adquirirían como nosotros: el problema es que no pueden, se han quedado atrapados en el tiempo inmediatamente anterior a la Obsolescencia Programada y tienen el privilegio de convivir con productos que, con un poco de apaño, duran lo que decían nuestras abuelas: ‘toda la vida’. Un privilegio dudoso, por otra parte, que tal vez les quite más que les da. Pero un privilegio, al fin y al cabo, ese de gastar un litro de combustible por cada nueve kilómetros y tener un coche de museo que resiste a base de ingenio y de parecer un Frankestein. En la página de compraventa de coches cubanos un tipo vende una camioneta Buick del 56 con mecánica rusa de Gaz 53, llantas de Suzuki, butacas de Audi, frenos de disco de Mitsubishi y reproductor de discos Pioneer: vendo Buick del 56.
En los últimos años los españoles se han lanzado a la parte más degradante de la Obsolescencia Programada: la que incide en la necesidad de adquirir un producto antes de que haga falta. En mi entorno el cambio de vehículo era moneda corriente y los coches no duraban más de tres o cuatro años. Un tiempo que, imagino, hará empalidecer a un cubano, bien sea por indignación o por envidia, ahí no entro. La Dirección General de Tráfico, tal vez alienados por el tal Brooks, avisaba recientemente de su preocupación porque el parque automovilístico español tiene, de media, siete años, una situación que califica de grave porque pone en riesgo la seguridad en nuestras carreteras. Por cada vehículo nuevo en España se venden 2,3 usados y la industria del sector pone el grito en el cielo. Pero la crisis es la crisis, piensan los conductores, y si la necesidad de cambiar una Obsolescencia por otra no se corresponde con el dinero que tengo en la cuenta, a seguir con el coche viejo, que anda a pesar de Brooks y de que la casa matriz planifique el número de veces que una ventanilla puede subir y bajar antes de romperse. Supongo que muchos conservarán sus coches durante muchos años más y que en 2025, cuando dicen que el país volverá a la senda del crecimiento imperial e ilimitado, los turistas mirarán asombrados nuestros Opel Corsa del 99 tuneados con Toyotas del mercado negro marroquí…