El 10 de diciembre de 1898 Juan Manuel Sánchez Romate y Gutiérrez de Castro, duque de Almodóvar del Río, pasó el peor momento de su vida. La tinta que iba a salir de su pluma iba a desguazar los resto del imperio español mientras a su alrededor un espeso silencio empapaba las sienes. Cuba y Puerto Rico habían huido del regazo de su madre patria tras el fracaso de la armada española, Filipinas se escapaba, ocupada por soldados norteamericanos, Guam, las Carolinas y las Marianas se difuminaban en la bruma de otro señorío, el norteamericano. Tras el desastre de la flota del asidonense Cervera en Santiago de Cuba, el gobierno español se declaró superado, en bancarrota moral, sin ideas, preso de su propio desconcierto.
Como guinda a la humillación, los Estados Unidos ofrecieron veinte millones de dólares por las Filipinas, calderilla ofensiva por un archipiélago compuesto por más de quince mil islas, y la reina María Cristina, harta ya de guerras imposibles, bajó sus reales enaguas para usarlas como bandera blanca. Juan Manuel Sánchez Romate y Gutiérrez de Castro, jerezano de posibles, duque de Almodóvar y ministro plenipotenciario, dejó oír el áspero sonido de su pluma sobre el papel y cedió, de un golpe, el más preciado pasado de su nación.
Juan Manuel tuvo la mala suerte de ascender en un gobierno que se dirigía a su mayor desastre ostentando el cargo de ministro de asuntos exteriores. El 11 de agosto de 1898 el consejo de ministros acató las condiciones de paz impuestas unilateralmente por los Estados Unidos. El duque de Almodóvar negoció los términos de la derrota en la cumbre de París, aceptó la venta de las Filipinas y dijo adiós al sueño español en el Caribe. Los estadounidenses reclamaron Cuba, Puerto Rico, Guam y la isla de Kusaie, en las Carolinas. También exigieron derechos sobre los cables telegráficos y los puertos. Por si fuera poco, la onerosa deuda exterior cubana sería asumida por España. En el caso de no aceptar sus exigencias, el gobierno de McKinley amenazó con el reinicio de las hostilidades. El duque jerezano recomendó la firma porque, aseguraba, España no estaba en disposición de una nueva guerra. Con un ejército de juguete, una economía sumida en la depresión y la sociedad acomplejada, el país se convirtió en un pelele. Tras la firma del tratado, Alemania comenzó un intenso trabajo diplomático para hacerse con los restos dispersos del imperio que fue y el duque, abrumado, sólo alcanzó a decir: ‘Del árbol caído todos cortan leñas’.
Si el españolito medio es tan cortito para dejarse sangrar por los suyos. Que más dará ahora, que los buitres esten a la espera de que el cuerpo deje de moverse para no dejar ni los huesos.
Lo llevamos en la sangre, somos incapaces de lograr gobiernos fuertes y serios. Las épocas doradas no volverán mientras este país no cumpla la mayoría de edad, a pesar de ser de los más antiguos.