La concepción de la ética social como intrínseca a cada pueblo y causante última de de los logros de éste es cuando menos falsa y si se usa de forma malintencionada puede ser sumamente peligrosa.
También tiene una consecuencia final de corte nihilista para los pueblos más desfavorecidos, ya que nada podrían hacer para cambiar su suerte.
La realidad es que los pueblos pueden cambiar y de hecho cambian, a veces a peor y a veces a mejor. Los mismos griegos que fundaron la civilización occidental son ahora un pueblo caótico y derrotado, mientras que una tribu salvaje y casi aniquilada que Julio César colocó como dique de contención a los germanos en unos inhóspitos valles de los Alpes son ahora el epicentro de lo que se considera el mundo civilizado.
La realidad es que cambiando la organización social y dotándola de una estructura democrática que garantice la separación de poderes y la representatividad y por lo tanto robusta ante la infiltración por parte de los delincuentes que existen en toda sociedad se podrán sentar las bases para la prosperidad y mejora de las condiciones de vida (en todos los aspectos) de cualquier pueblo.