“Lo que el viento se llevó” (Gone With The Wind, 1939) ha sido retirada provisionalmente del catálogo de HBO como respuesta al artículo de John Ridley, guionista oscarizado por “12 años de esclavitud” (12 Years a Slave, 2013), en Los Angeles Times. También se ha interpretado como un gesto de apoyo al movimiento Black Lives Matter, en un contexto de protestas masivas tras el homicidio de George Floyd. Retirarla tampoco debe haber sido un dilema insalvable para HBO, viendo el progresivo desinterés del público en una película que, pese a mostrar algunos picos de atención, lleva 16 años cayendo lentamente en la irrelevancia. Nada extraño para una película de hace 81 años, incluso para un clásico.
Resulta interesante observar la lucha entre dos tipos de cine, incluso con tantos años de diferencia. “Lo que el viento se llevó” fue una película conservadora incluso para los estándares de su época. En su estreno en Atlanta, el propio Alcalde temía que se produjesen disturbios raciales, así que el productor David O. Selznick decidió cancelar la aparición de Hattie McDaniel, Oscar Polk y el resto de actores negros, ya que parte de la comunidad negra los consideraba traidores. Hubo quien describió la película como un “arma de terror contra la Norteamérica Negra”. Se dijo de ella que promovía “el mito del violador negro y el papel honorable y defensivo del Ku Klux Klan”. Y todo esto en la mayor superproducción de la historia hasta aquel momento y considerada como un producto para familias y grandes audiencias
Si bien un poco larga. Si, no hay por qué preocuparse; en la época también se les hizo un poco pesada.
En el otro lado tenemos a un escritor como John Ridley. Desconozco su obra como novelista, pero sí puedo decir que tiene cierta trayectoria realizando guiones con una carga reivindicativa evidente: aparte de “12 años de esclavitud”, fue guionista de “Escuadrón rojo” (Red Tail, 2012), sobre un pelotón de aviadores negros, o “Tres reyes” (Three Kings, 1999), una sátira sobre el papel de Norteamérica en la Guerra del Golfo Pérsico. Sus películas, incluso las que han tenido reconocimiento, han sido consideradas como lanzamientos de presupuesto medio. En un arte tan caro de producir como es el cine, los grandes presupuestos se reservan para reivindicaciones que ya estén ampliamente aceptadas por el público.
Y aquí podríamos hablar de los gigantes Disney, Marvel y Black Panther, sí, pero todavía no es el momento.
La actitud combativa de John Ridley es compartida por muchos activistas alrededor del mundo. Otros compañeros de profesión como Spike Lee, uno de los directores más reivindicativos y combativos de las últimas décadas, tienen una opinión diferente al respecto: la película “debería ser vista”. Sin negar el racismo inherente a la película, incluso se permite destacar uno de sus planos como uno de los mejores de la historia. También añade a la lista “El Nacimiento de una nación” (The Bird of a Nation, 1915), que describe como “una de las películas más racistas de la historia” para, a continuación, añadir que la proyecta para sus alumnos de cine en la Universidad de Nueva York.
Ambos directores, igualmente combativos, tienen formas diferentes de acercarse al cine con valores que les resultan desagradables. Desde aquel al que su visionado resulta imposible o incluso ofensivo hasta el que trata de ignorarlos o relativizar esos componentes en favor del contexto histórico del momento de su creación. Ninguna de las posturas, como hemos visto con el estreno de “Lo que el viento se llevó”, son nuevas. Tampoco se aplican de forma necesariamente retroactiva (sucede también con obras de hoy en día) y, sobre todo, estoy convencido de que van a convivir para siempre.
Es fácil imaginar que, dentro de 80 años por ejemplo, los espectadores que vean “Mad Max: furia en la carretera” (Mad Max: Fury Road, 2015) critiquen la cantidad de combustible que se quemó alegremente para las guitarras eléctricas lanzallamas, puesta en relación con la tremenda crisis climática que estarán atravesando. Alguien les responderá en el equivalente a twitter que la película criticaba precisamente el gasto irresponsable de los recursos naturales. OmniTube, por si acaso, la retirará de su catálogo, le pondrá un cartelito o lo que sea y un pobre hombre del futuro como yo escribirá un artículo parecido a este.
Y espero que defienda el valor estético inmortal de las guitarra eléctricas lanzallamas con su vida, pero esa es otra historia. Ya queda menos para hablar de Black Panther.
El arte popular es muy antiguo, pero las obras destinadas al consumo masivo no lo son tanto. En cualquier caso, durante toda la historia del arte, las nuevas generaciones han mirado a sus antecesores y han calificado a algunos de maestros y a otros de errores terribles. A veces por motivos puramente formales u estéticos, otros por los valores que las obras contenían. Sin movernos del cine, un director que hoy consideramos fundamental como Hitchcock, tuvo que soportar la denigración de gran parte de la crítica hasta la publicación del libro “El cine según Hitchcock” (1966). La declarada admiración que le profesó Truffaut en la prestigiosa revista francesa Cahiers du Cinéma reivindicó ante los críticos su valía profesional y artística, pero hubo un momento en el que se le consideró un mediocre incapaz de innovar en su discurso. Unos autores son criticados y vilipendiados, otros son reivindicados.
Es normal que las generaciones miren el arte de las anteriores y discutan sobre su vigencia. También es natural que se juzgue a las obras actuales y se discuta sobre su pertinencia. Forma parte de la conversación natural sobre el arte cuando interpreta la vida: discutir sobre si esa representación es ampliamente aceptada o no lo es. Cuando no lo es, aparece El Gran Censor: el olvido. Toda obra tendrá que pasar la prueba de la indiferencia día tras día, y reivindicar la actualidad de su discurso, su lenguaje o su representación de la realidad si no quiere ser olvidada. Tiene que revalidarse ante los nuevos espectadores o sucumbir ante su indiferencia. Los problemas comienzan, quizás, cuando queremos forzar ese proceso.
Estamos a punto de hablar de Black Panther.
El proceso de olvido de las obras, o incluso la negación de su la existencia a través de cualquier forma de censura (obligada, inducida, propia o ajena) es una responsabilidad enorme. Tan grande que no puede pertenecer a ninguna empresa ni individuo, por mucho que cualquiera pueda tomar la posición que más le agrade respecto a cualquier obra. Es una responsabilidad que recae sobre el conjunto de la sociedad, porque no puede recaer sobre nadie en particular. Y, en realidad esto, aunque con matices, es lo que está sucediendo.
Hablemos de Black Panther. Satisfagamos esa necesidad que tan absurda y gratuitamente hemos generado.
Vivimos en un mundo en el que Pantera Negra (Black Panther, 2018) ha sido entendida como una reivindicación y una muestra de respeto hacia la comunidad de negra en Estados Unidos. La inclusión de un superhéroe negro y la forma de mostrar Wakanda, su país de orígen, con inequívocas señales de orgullo racial (no confundir la representación -el tribalismo- con lo representado -el orgullo racial-) fue recibido con enorme agrado y unos cuantos récords de taquilla. Tan solo un año después, la misma HBO publicó Watchmen (Watchmen, 2019). Es una secuela de la obra original de Alan Moore que trata frontalmente la brutalidad policial y el racismo en los Estados Unidos. La serie, que fue un enorme éxito público y crítico, no puede ser más transparente en su crítica y su repulsa ante estos fenómenos. Al final de la serie (spoiler hasta el final del párrafo), su protagonista adquiere los poderes del Dr. Manhattan, un personaje con reminiscencias explícitamente divinas. El último plano de la serie dice, literalmente: Dios es negra.
Y aquí viene el punto de giro que lo cambia todo.
Nada de esto le sirvió a George Floyd. Porque, si me permiten la franqueza y si no también, vivimos en un mundo que a veces es una puta mierda.
Esas películas en defensa de la diversidad racial y críticas con el despotismo policial y el racismo existen. No solo existen, sino que son estruendosos éxitos de taquilla. Algunas, como la propia “12 años de esclavitud” son películas premiadas. Y, sin embargo, George Floyd murió mientras era arrestado por ser sospechoso de entregar un billete falso de 20 dólares. Veinte dólares. 17,77 euros al cambio. Con toda rabia e indignación confieso que, mientras escribo esto, llevo en la cartera dos George Floyds y pico. Joder. Es enloquecedoramente frustrante. Ninguna cantidad de dinero o bienes puede sustituir una vida, pero incluso el hombre más severo del mundo debería reconocer que morir por esa cantidad es absolutamente repugnante. Una injusticia propia de un mundo que, como decía, a veces es una asquerosa y hedionda mierda. La gran pregunta que tenemos que hacernos es:
¿Existe alguna película capaz de cambiar esto? Dicho de otra manera: ¿cambian las películas el mundo o cambia el mundo a las películas?
Seamos analíticos: parte del activismo ha comenzado un proceso de crítica y revisión de las obras artísticas bajo el prisma del activismo y la guerra cultural. Netflix como campo de batalla. Cada título de HBO, una trinchera. Disney+, el búnquer de Hitler en Alemania. Reconozco que a mí mismo me encanta analizar los valores ideológicos, culturales y políticos de películas, videojuegos o cómics. Especialmente si están dirigidos a grandes audiencias, porque suelen ser mucho más sutiles y estar ocultos bajo capas de aparente asepsia. Me divierte, me enriquece y me parece la forma natural de contribuir al debate sobre la vigencia de las obras. La gran duda que tengo es si esto puede considerarse, de alguna manera, activismo.
Entiendo la lógica de la guerra cultural: intentan cambiar la forma de percibir el mundo de la gente (o su marco conceptual, o su cosmovisión, o la hegemonía cultural, usted escoja) a través de las producciones para grandes masas. La idea es que si la gente se expone a esos valores positivos a través de las obras, estos permean en el individuo y pasan a formar parte de su forma de ser y de pensar. El problema es que esto no sucede exactamente así, por varias razones. De hecho, por lo que sabemos, convencer a alguien de cualquier cosa con la que no estuviera ya de acuerdo es extraordinariamente complicado.
La teoría de que un espectador va a aceptar un mensaje de manera acrítica recibe el nombre de Teoría de la bala mágica o de la aguja hipodérmica. Fue formulada por un publicista llamado Harold Dwight Laswell durante el periodo de entreguerras y su aceptación por la comunidad científica fue fugaz. Para ser precisos, debiéramos decir que nunca pasó de hipótesis, en realidad. Obtuvo cierto crédito tras la emisión en radio de La guerra de los mundos (H.G. Wells, Orson Welles) pero no soportó una revisión somera de los datos. Sería el sociólogo Lazarsfeld quien descartase empíricamente esa teoría, analizando las encuestas electorales y los mensajes emitidos por radio a la población, y abriese paso a las teorías modernas sobre comunicación que manejamos hoy en día.
Intentando resumir casi cien años de investigación en este campo en un párrafo, el estado actual de la cuestión es que es prácticamente imposible convencer a nadie de nada, con ciertas excepciones. La regla sería que si una persona se ha formado una idea sobre un tema en concreto, no se le puede convencer de lo contrario. Incluso si su idea era débil y se le presentan datos que le contradicen, lo más seguro es que se reafirme aún más en su idea original, sin importar las evidencias en contra que se le presenten. Para añadirle más complejidad al asunto, las personas tienden a evitar la exposición a argumentos que les contradigan. Si les interesa el tema, hay buena información en internet sobre la disonancia cognitiva o el sesgo de confirmación. Si leen inglés y les apetece algo suave, estas viñetas sobre el “Backfire Effect” son una verdadera maravilla.
Por otro lado, evidentemente, existen técnicas de persuasión. Generalmente se basan en que, si una persona no tiene una opinión fuertemente formada sobre un tema particular, hay varias técnicas para que su pensamiento se alinee con el nuestro. Nótese que ninguna de ellas es presentar datos que le contradigan, porque eso podría decantarle en contra nuestra. Simplificando mucho, la idea es llegar el primero y llegar bien. Ser el primero en exponer tu visión sobre un tema para que las demás ideas tengan que pelearse con la tuya. Por eso es de especial importancia la agenda informativa de los medios, que decide de qué temas se habla y de cuáles no o los líderes de opinión, que tienen acceso a la audiencia y rebajan sus cautelas naturales. También puede ser útil buscar la confrontación para obligar a los indecisos a posicionarse, técnica que se utiliza profusamente en márketing, aunque plantea ciertos problemas y graves inconvenientes aplicado a la política. ¿Les suena de algo esta última estrategia?
En un capítulo particularmente apasionante de “Fundamentos psicosociales de la información”, de Luis Buceta Facorro, se habla sobre los experimentos del Ejército de Estados Unidos con el cine de “el enemigo”. En ciertos pasajes, incluso llega a recordar a “Los hombres que miraban fijamente a la cabras” (The Men Who Stare at Goats, 2004), película en la que unos soldados estadounidenses intentaban matar una cabra con la mirada. El experimento se llevó a cabo de verdad, por cierto. En el caso de los experimentos sobre cine, sometieron a los soldados a un visionado intenso de producciones soviéticas, para después testar cambios en su forma de pensar. Como era de esperar, ninguno encontró el amor por la Madre Rusia en aquellas sesiones. No encontraron cambios.
Entonces, ¿por qué son las producciones norteamericanas las más populares y relevantes del planeta? Si el cine norteamericano es el más potente del mundo, debe ser porque han encontrado una forma de convencernos de ello, ¿no? Olvidemos la cifra de negocio de Boolywood por un momento o su pérdida de popularidad en favor de los videojuegos, que se hacen en todo el mundo. La respuesta, efectivamente, es: no. Su cine es el más importante porque Estados Unidos ha sido el actor mundial más relevante del último siglo. Esto funciona así desde que a una tribu se le mudaron los ciervos de lugar y tuvieron que pelearse con la tribu vecina para comerse los suyos. Primero se produce una toma del poder y luego se transmite la cultura de los ganadores, no del revés. Las llamadas revoluciones culturales rusa y china funcionaron de la misma manera: primero se alcanzó el poder y después se intentaron transformar las manifestaciones artísticas e intelectuales.
El orden de los factores es importante. Intentaré exponerlo de manera humilde porque no soy historiador de arte: no conozco ningún caso en la historia en que el orden de los factores se haya invertido. Si lo hay, tengo la sensación de que hay un secretismo impropio alrededor de tan importante evento.
En cualquier caso, vayamos ya a la conclusión, que se me está alargando el tweet.
Los males de la humanidad son previos a la llegada de los medios de comunicación masivos y las producciones para masas. El racismo, la pobreza, la homofobia o el machismo ya estaban ahí cuando llegó la radio, el cine, la televión o internet. Es muy complicado aislar el efecto de los medios de comunicación masivos han tenido en nuestras sociedades, pero yo diría que hasta ahora esos fenómenos han tendido a atenuarse. Sin embargo, todos esos cambios se han producido fuera de Netflix, fuera de HBO, independientemente de Disney. Estoy seguro de que, en ciertos casos, incluso en contra de los deseos de sus dueños.Y, una vez se han producido, los medios los han recogido.
Porque es en el mundo, y no en sus representaciones, donde se producen los cambios de verdad. Las representaciones siguen a lo representado, porque esa es su naturaleza. Es en el mundo real donde se producen los avances. En las asistencias masivas al Día del Orgullo Gay, que evidencian que una sociedad ha superado mayoritariamente la homofobia. En manifestaciones masivas por el precio de la vivienda y los deshaucios, que trastocan la dinámica electoral de un país para siempre. En paros generalizados durante el Día de la Mujer que advierten al mundo de que las posturas retrógadas sobre la mitad de la humanidad no son bienvenidas.
Ahí es donde se generan tendencias y nacen líderes de opinión que los medios y el arte no pueden ignorar. Es ahí, y no en el catálogo de Netflix donde está la verdadera acción. Estoy abierto a críticas, pero creo que se sobreestima, por mucho, el papel de la guerra cultural en la alteración de las dinámicas de poder. La guerra cultural tiene un gran poder para reafirmar a la gente en sus ideas o fijarlas de forma duradera una vez que la lucha ha terminado, pero creo que su capacidad de cambiar mentalidades es más que limitada.
En todo caso, y si se quiere actuar sobre la percepción de la realidad de la gente, son los telediarios o los programas de debate donde habría que dirigir las miradas y los esfuerzos. La tarea, en ese caso, sería evitar las interpretaciones interesadas de la realidad y conseguir unos medios transparentes con la verdad, por muy sucia y fea que fuese la realidad que nos mostrasen. En cualquier caso, no creo que la batalla importante esté en el catálogo de streaming que disfrutamos los que nos sobra dinero a fin de mes. Ese catálogo cambiará él solo, en la medida en que cambie la sociedad.
Mantengamos un debate cultural apasionado, lúcido y afilado, pero intentemos mantener los pies en la tierra. Es muy poco probable que, eliminando obras con valores nefastos consigamos erradicar esos valores también. Eliminar las representaciones no elimina lo representado, sólo lo mete bajo la alfombra. Por cierto: tampoco obliguemos a las compañías a posicionarse ideológicamente ante sus productos más de lo necesario, no se nos vaya a dar la vuelta la situación. Con la censura uno nunca sabe donde acaba. Es mejor ignorar un par de malas películas que perderse una buena. No les demos ese poder que nos corresponde a todos nosotros, pensando que hemos conseguido una victoria.
Transformemos la sociedad. La de verdad, no solo la digital. Y dejemos que nuestra crítica llame al olvido para el mal arte.
Me ha encantado el artículo. Gracias por el tiempo invertido.
Aunque estoy relativamente de acuerdo en que la guerra cultural no tenga la relevancia que muchos pensamos. Si fuera así Bernays, Goebbels, la Guerra Fría Cultural, los comerciales, las campañas políticas, los ad words, etc no existirían. Pero sí estamos de acuerdo en que encumbramos la posibilidad de manipulación hasta límites absurdos.
Un pequeño artículo relacionado que me ha venido a la mente (quizás fuera de contexto), que podrá interesar a quien lo lea. La percepción de la verdad fílmica.
https://drive.google.com/file/d/0B0FDjCiJw4DKWU83OVplVmMzVzg/view?usp=drivesdk