El debate necesario en el que se debe implicar la izquierda democrática española, lastrada en este sentido por algunos aspectos de la lucha contra la dictadura franquista, es en el ámbito de la Europa democrática un asunto ajeno a sus principios: izquierda y nacionalismo. La razón por la cual en nuestro país aún la izquierda está atrapada en esta cuestión, es de interpretación, no sólo de sus propios principios, sino también de la historia, al ir cediendo su espacio de pensamiento al imaginario nacionalista y aceptar el concepto de ‘pueblo’ como entidad metafísica que conlleva una identidad cerrada. Hasta el propio análisis de la guerra civil española ha llegado a ser aceptado por gente de la izquierda como un conflicto entre pueblos oprimidos y ese ente represor llamado España, en vez de serlo como un conflicto generalizado de clases.
Cuando se escucha a la izquierda usar la terminología de “pueblos de España”, como si ésos fueran entidades naturales o sujetos éticos y políticos, no por menos, se puede pensar que estamos regresando a épocas pasadas en que los distintos territorios tenían privilegios en virtud de exclusivos pactos con reinados ajenos por completo al concepto de monarquía parlamentaria en sentido moderno. Rescatar la idea de agregación de pueblos, como si éstos fueran unidades homogéneas ajenas a la historia y al discurrir personal de las gentes, es promocionar un elemento esencial del pensamiento nacionalista, la conversión de un hito esencial en un momento histórico singular blindado frente a cualquier análisis, de modo que lo demás forma parte de una sutil contaminación que deviene invasión de lo verdaderamente propio, la identidad verdadera. De esta forma, el nacionalismo ha contaminado las ideas, el pensamiento, la ideología y el imaginario de la izquierda española.
Frente a esta realidad, el pensamiento de izquierda circula por otros canales. Los estados democráticos se conforman como elementos unitarios de ordenamiento jurídico y decisión política y son los ciudadanos los que tienen derechos y obligaciones que les comprometen, no los territorios. Esos derechos son de carácter universal y se ostentan y disfrutan en tanto que son soportados por el concepto de ciudadanía. La izquierda sólo puede defender algunas ideas nacionalistas como herramientas, porque sirvan a propósitos de emancipación elementales referidos a las personas, pero esta premisa no se cumple en el caso de Cataluña, País Vasco y Galicia. El nacionalismo no tiene ni se plantea razones posteriores, pues para él los intereses de la etnia, de la raza, de la tribu, de ‘los míos’ son prioritarios ante cualquier otro planteamiento, están por encima de cualquier principio de justicia, por lo que las razones y los valores que son propios de la izquierda, como el control democrático, la igualdad, la libertad para elegir la propia vida, etc. cuando se analizan minuciosamente se revelan con fuertes implicaciones y consecuencias antinacionalistas.
Muchos pensadores y estudiosos de izquierda han planteado que es el nacionalismo el que inventa la nación, instaurando una tradición, y, en términos más generales, la construcción de un mito a partir de un momento de la historia común que se magnifica concediéndosele capacidad para caracterizar una genuina identidad nacional, al margen de la historia. Con esa identidad metafísica se diseña la existencia de un pueblo con identidad propia al que se constituye en soberana unidad monolítica. En última instancia, la propia izquierda puede comprobar que la única justificación que queda a los nacionalismos es la consideración de nación como unidad cultural homogénea y cerrada. Para las personas de izquierdas, las instituciones políticas no tienen otra identidad que los principios civiles, que aseguran la capacidad individual de elegir la propia vida. Por democrática, la izquierda española está obligada a luchar para que los nacionalismos puedan defender sus planteamientos, pero ello no quiere decir que tenga que aceptarlos y defenderlos. Por el contrario, hay que analizarlos, someterlos a discusión y criticarlos, recordando a sus detentadores que únicamente son portavoces de una ideología, no de una nación, encontrando en esa ideología un pensamiento reaccionario, y, en el caso de algunos nacionalismos periféricos, claras ínfulas irredentistas que persiguen imponer el mito sobre la historia alcanzando otrora fronteras de aquel momento mítico de sublime esplendor.
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